1Tim 6,13-16; Sal 99; Lu 8,4-15

Entraremos en ella cantando salmos. Invitando a la tierra entera a que cante con nosotros nuestra aclamación. Pues hemos de saber que nuestro Señor es Dios, el que nos hizo y de quien somos; su pueblo y ovejas de su rebaño. Entraremos, pues, por las puertas del templo hasta su presencia con acción de gracias. Ya lo sabemos, todo lo que acontece en los salmos, y en el AT, está dicho para nosotros, pues habla de quien había de venir: Jesús, el Mesías.

Estamos nosotros en presencia del Dios, el único Dios, que da la vida al universo entero, que creó cielos y tierra y que nos hizo a nosotros a su imagen y semejanza, y de Cristo Jesús, que dio testimonio de quien era ante Poncio Pilato. Por eso la primera carta de Pablo a Timoteo le pide que guarde el mandamiento hasta la venida del Señor Jesús. Pues este ha de venir una segunda vez en el esplendor de su gloria para hacer patente cómo han crecido en nosotros los frutos de su obra en la cruz. Será entonces, aquel día, el día de su venida. Mientras tanto proseguirá la buena aventura de nuestra vida. Una vida bajo el mandamiento del Señor. Mandamiento de amor y de misericordia efectivas y que se han hecho realidad en nuestras vidas. Porque no basta con palabritas. Nuestra fe, ofrendada por el Señor, lleva por añadidura una conjunción de obras, por intervención gloriosa de su gracia en nosotros; las de nuestra vida. Porque lo nuestro, su obra de redención en nosotros, de él procede y a él se ofrenda.

Llegará un día, cuando el Padre quiera que llegue, en que se nos mostrará el único Soberano, el Rey de los reyes y Señor de los señores le llama la carta. ¿Cabe mayor grandeza? ¿Quién es él? Jesús resucitado, que viene desde el seno mismo de la Trinidad Santísima. Por eso, el único que en su ser y en su carne posee la inmortalidad que habita en esa gloria de una luz inaccesible. ¿Quién, pues? El que, en el estado de gloria en el que se encuentra desde que subió al cielo como el Viviente, nadie puede ver, como no sea como el Trasfigurado. A él, pues, el único honor y el único imperio. Sólo ante él doblaremos la rodilla.
El que tenga oídos para oír, que oiga.

Así, leyendo el evangelio y poniendo en práctica el seguimiento de Jesús —ven y sígueme—, sitúa en nuestras manos la comprensión de los secretos del Reino de Dios. Estos él nos los ofrece en parábolas, esos maravillosos cuentecitos que nos hacen comprender el misterio, si no por completo, sí poniéndonos en el camino de percibir su sentido para nosotros. Es verdad que a veces, como en el evangelio de hoy, él mismo nos los interpreta. El sembrador y la semilla que cae acá y allá. Unas se aprovechan y otras no. ¿Por qué? Por la preparación de los campos, por el lugar en donde caen. ¿Seremos campo bien arado o labrantío con las zarzas de los afanes y las riquezas y placeres de la vida que ahogan la semilla no dejándola madurar? ¿Floreceremos como buena tierra? ¿Será cosa que depende de nosotros, sólo de nosotros? Pero, entonces, al final, ¿no pendería todo de nosotros, de nuestro esfuerzo de laborar nuestro ser como buena tierra? ¿De dónde sacaríamos esa fuerza? ¿Cómo conseguir que los afanes las riquezas y los placeres de la vida no nos sofoquen por entero?