Esdr 9,5-9; Sal Tob 13,2-8; Lu 9, 1-6

Esdras en la oración de la tarde del nuevo templo le hace ver a Dios, y a su pueblo, cómo su historia ha sido una historia sagrada, pues la lee como una historia del pecado de su pueblo. No tanto pecado moral, sino pecado de abandono de su Dios para quererse construir su propia historia. El pueblo elegido, una y otra vez, ha construido su historia, sus alianzas con los demás pueblos, ha proyectado sus propios acontecimientos, se ha enseñoreado de sus propias riquezas. Ha diseñado su historia. La historia de un pueblo que se quería fuerte. Pero lo ha hecho en detrimento de la alianza con su Señor, de la historia que este marcaba a su pueblo, pues pedía sólo una cosa: la confianza absoluta en sus designios y en su fuerza, en su política y en sus decisiones. Pues el pueblo elegido confiaba en sus propias fuerzas, creía que con ellas, y las alianzas cambiantes con los pueblos circunvecinos, su historia sería de poder y fuerza. Sería un pueblo grande.

Pero olvidó así que su grandeza estaba en la alianza con su Señor, Yahvé. Que fuera de esta alianza no era más que un minúsculo pueblo enredado en la política de los pueblos poderosos que le rodeaban. Y ese olvido, ese abandono de su Señor es el pecado, gravísimo pecado, que cometió el pueblo elegido. Por eso, por su pecado, el Señor le dejó en manos de pueblos poderosos que lo desbarataron, que lo redujeron a nada y que lo enviaron al exilio. Su historia, así, se había convertido en el castigo del pecado: del abandono de su Dios. Todo parecía haberse acabado.

Pero ¿era así en realidad? No, porque ahora, prosigue Esdras, en un instante, Dios se ha apiadado de su pueblo. Y de su historia de perdición va a construir una historia de salvación. Porque Dios se ha compadecido de ellos y ha dejado un resto. Un resto en su lugar santo, para que quede constancia que todavía es posible esa historia de alianza y de salvación que Dios llevaba con el pueblo elegido desde Abrahán y Moisés. Que ese pequeño resto vivirá en sus carnes la historia sagrada. Dios los ha reanimado un poco para que se vea su propio poder. No les abandonó en su esclavitud. Hay todavía historia que es historia sagrada, la de ese resto que es liberado de la esclavitud y restaurado en su tierra y en su templo.

Ese pequeño resto somos nosotros. Y con nosotros prosigue esa historia que es historia sagrada: la de la redención. La historia de Jesús y de los que le siguen. La intervención de Dios en la historia de la humanidad; historia sagrada, por tanto. Porque ella es una historia de salvación, de paz y no de guerra. Somos, así, un elemento de paz y de amor en esta historia cruel que tantas veces, por no decir siempre, nos pergeñamos los humanos. ¿Cómo construiremos esta historia que es sagrada? ¿Cuáles son nuestros ejércitos y nuestras armas? Palabra y acciones. Gestos y promesas. Proclamar el Reino de los Dios, la fuerza de su historia sagrada; curar las estrecheces de quienes necesitan de nosotros. ¿Cuáles serán nuestros medios? Asombrosos: la pobreza, el no llevar nada para ese peligroso camino, el entrar sólo en la casa de quienes quieran recibirnos. La confianza plena en el Señor. Él es quien convertirá nuestra historia de guerras e intrigas en historia sagrada. Mas sólo lo percibiremos cuando ya haya pasado.