Zac 2,5-9.14-15a; Sal Jer 31,10-13; Lu 9,43b-45

La profecía de Zacarías es un inaudito grito de esperanza. Serán multitud los que vengan a habitar dentro de Jerusalén. Aquél resto apenas perceptible se convertirá en muchedumbre que el Señor protegerá con murallas de fuego. Y dentro de ella estará la gloria. ¡Alégrate y goza, hija de Sión, que yo vengo a habitar dentro de ti! Veremos bajar del cielo la nueva Jerusalén y habrá un cielo nuevo y una tierra nueva. El mensaje se hace escatológico. Llegará un día; mirad, ya está llegando. El Señor, como rezamos en el salmo, reúne a su pueblo como pastor de su rebaño. Es él quien nos conducirá hasta su morada. Ya está llegando a nosotros.

Sin embargo, las palabras de Jesús en el evangelio son muy claras, no podemos llevarnos a engaño. La escatología no es algo que se convierte en un cuentecito chino en que se nos da la vaselina de nuestro contentamiento ilusorio. Meteos bien en la cabeza esto: al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres. Y estas manos nada tienen de piadosas. ¿Nos pasará a nosotros como les aconteció a los discípulos, quienes tampoco entendían este lenguaje?, ¿cómo hemos de comprender que el punto central de nuestra esperanza, el lugar en donde se nos ofrece la redención gratuita, donde vencemos al pecado y a la muerte, es la cruz, y sólo ella? Les resultaba todo tan obscuro que no cogían el sentido.

La cruz de Cristo. ¿Recordáis ahora cuando nos decía, añadiendo al anuncio de su muerte en la cruz, aquello de que tomáramos nuestra propia cruz y le siguiéramos? ¿No es esto un lenguaje también muy obscuro para nosotros? ¿Cómo comprender que en la cruz encontramos el grito mismo de la esperanza?, ¿de que a ella vendrán multitud de pueblos y que querrán habitar junto a ella? ¿Será que en la figura repelente de quien cuelga en la cruz se nos ofrece el amor redentor y la misericordia graciosa de nuestro Padre Dios? Pero, ¿cómo entender todo esto? ¿No es un lenguaje demasiado fosco, tan sombrío?

Y sin embargo, es ahí, y sólo ahí, donde tenemos el mensaje de nuestra salvación. Si es así como debe entenderse aquello de que eres el Mesías de Dios, nada de extraño tiene que se hayan buscado mil hermenéuticas que quitan eso tan umbrío y opaco. Donde parece que toda alegría ha quedado enredada para siempre en lo tenebroso.

Pero ¿es tenebrosa la cruz? ¿Seremos seres lloriqueantes y enlutados que siegan a la vida todo gozo? No sé qué decir. Muchos nos lo han echado en cara.

Sería así si en la cruz terminara todo. Pero no. La cruz es el lugar en donde se nos revela el amor y la misericordia de Dios. Es en ella donde se nos regala la redención; en donde vencemos al pecado y a la muerte. Así pues, no todo se enquista en ella como último lugar en donde tanto Jesús como su Iglesia, y todos nosotros con ella, terminan su vida y su acción. Y esto no es así. Aunque el paso de la cruz sea el lugar de la redención, lo decisivo es la victoria del Viviente, del Jesús resucitado. Que como tal —mirad el agujero de mis clavos, mirad la herida de mi costado— se nos muestra para siempre y que ha ascendido al seno de su Padre, y nuestro Padre, para prepararnos morada y enviarnos su Espíritu que haga de nosotros su templo.