Mi 3, 13-20a; Salm 1, 1-6; Lucas 11, 5-13

El Evangelio de hoy contiene una enseñanza de Jesús sobre la importancia de pedir a Dios con confianza. Benedicto XVI en la encíclica que dedicó a la esperanza señala, hablando de la oración: “Si ya no hay nadie que pueda ayudarme –cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar-, Él puede ayudarme”. El otro día murió de repente un muchacho joven. La misma noche se celebró una misa por él. En la homilía el sacerdote, a petición de la familia, rezó el acto de confianza de san Claudio de la Colombière. Aquellos padres, ante una situación humanamente incomprensible, dieron testimonio de su absoluta confianza en Dios.

Jesús pone un ejemplo que ilustra su enseñanza. Cuando se nos pide algo con insistencia, si se trata de un amigo, acabamos haciéndole caso. Pasa en las familias, donde la insistencia de los hijos acaba moviendo a los padres, y podemos reconocer lo que el Señor dice en miles de experiencias de nuestra vida. Sin embargo, cuando se trata de nuestra oración, en seguida nos desanimamos si no sucede lo que hemos pedido. Hablamos con Dios pero no somos constantes en la petición. Una de las características de la oración es que sea continua. San Agustín señala que así nuestro deseo se hace más grande y, también de esa manera, nuestra capacidad para recibir los dones de Dios aumenta.

Jesús utiliza tres verbos: pedir, buscar y llamar. Los tres indican acciones que ponen en juego nuestra libertad. Pedimos a alguien, no al tuntún. Buscamos porque esperamos encontrar algo. En la época de los grandes exploradores hay múltiples ejemplos de personas que arriesgaron sus fortunas y su salud para alcanzar su objetivo: encontrar un territorio, alcanzar una cima o dar con minerales preciosos. Y llamamos donde sabemos que es necesario que alguien nos abra para poder pasar. En las tres situaciones también nos movemos porque hay algo que necesitamos.

La felicidad que nuestro corazón desea está más allá de nuestras fuerzas y por eso hay que pedir. Dios nos la quiere conceder. Quien acude a Él con confianza nunca queda defraudado. Es más, lo que el Señor quiere concedernos es mucho mayor de lo que nosotros alcanzamos a concebir. De hecho, en la medida en que pedimos, nuestra conciencia de cómo Dios nos ama va creciendo. Al igual que la esperanza de quienes han emprendido una expedición se intensifica conforme acumulan días y esfuerzo. Puede haber momentos de desánimo, por la fatiga o las dificultades, pero si la certeza de la misión es grande no se abandona.

La oración se fundamenta en nuestra fe en Dios. Esta fe confiesa que Dios es nuestro Padre y que, por lo tanto, podemos esperarlo todo de Él. No nos dirigimos a una instancia vacía ni a un desconocido. La oración, como se insinúa en el ejemplo narrado por el Señor, es un diálogo entre amigos. De esa relación, posible por el amor que Dios nos ha tenido y el don de su gracia, parte la confianza absoluta en que nuestras oraciones siempre serán escuchadas.