Rom 8, 31b-39; Sal 108; Lu 13,31-35

¿Quién estará contra nosotros?, ¿quién nos acusará?, ¿quién nos condenará? El Señor nos salva por su bondad. Por su nombre, nos trata bien, nos libra con la ternura de su bondad. ¿Cómo no lo iba a hacer cuando soy un pobre desvalido y llevo dentro el corazón traspasado? Él nos socorre y todos reconocerán su mano; que es el Señor quien lo ha hecho. Así pues, ¿ha de ser Cristo quien nos condene? Qué sinsentido. Cuando él murió y resucitó y está a la derecha de Dios intercediendo por nosotros. Somos los elegidos de Dios; del Dios que justifica. Él no puede de ningún modo estar contra nosotros. ¿Cómo habría de ser así cuando ni siquiera perdonó a su propio hijo, sino que lo entregó por nosotros? Mas ¿qué debía perdonarle? A nosotros, sí; pero ¿a él? ¿Qué falta, que pecado había cometido el Hijo contra su Padre? Aparece en estas palabras la inmensa seriedad de nuestra salvación. Cristo Jesús asumió nuestra faltas y pecados. Los hizo suyos al convertirse en el cordero pascual. Y su Padre lo entregó a esta función sacrificial por todos nosotros. De ningún modo fue un hagamos-como-que-no, olvidemos los pecados y las faltas, no lo tomemos en serio, como si de niñatos se tratara. Dios toma muy en serio lo que somos y lo que hacemos. Y busca que seamos salvados en lo más profundo de nuestro ser. No vale con una cobija bonita que se nos eche por encima para olvidar lo que seguimos siendo por dentro.

La cuestión está en que somos verdaderos hijos de Dios; que somos coherederos. Por eso, la seriedad de la entrega de Jesús. Por eso, el plan de Dios se cumplió hasta el final. Por eso, el cordero pascual, el Hijo, asumió como cosa suya nuestras faltas y pecados, tomándolos en su carne —él que era en todo igual a nosotros, menos en el pecado—, y Dios no perdonó la cruz. Porque esta no fue una pantomima, una mera representación, de modo que, cuando todos esperaban su muerte, se desclavó con una gran carcajada de superman, diciendo: no os preocupéis, estáis salvados, todo esto no era sino teatro.

El que Dios Padre no perdonara a su propio Hijo, sino que dejara que las cosas fueran a donde nosotros las habíamos llevado —¡y las seguimos llevando demasiadas veces!—, es signo, huella y traza, de la seriedad con la que nos justifica. De la realidad con la que su Espíritu viene a hacer de nosotros su morada. ¿Quién podrá, por tanto, apartarnos del amor de Dios que se nos ha manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor, en la cruz de Cristo? Nada ni nadie podrá separarnos del amor de Cristo. Que pase lo que quiera con nosotros; que hagan de nosotros lo que fuere. Nosotros compartiremos, en cuanto se nos den, en cuanto seamos dignos, los sufrimientos salvadores del mismo Cristo. Tal es la enorme seriedad —seriedad alegre, incluso riente, aceptadora, gozosa de estar junto a la cruz con María y el discípulo amado— del seguimiento de Jesús.

¿Herodes? Hoy y mañana y pasado tengo que caminar, dice Jesús, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén. Como él, nosotros también seguimos el camino que nos lleva a la nueva Jerusalén que desciende del cielo engalanada como una esposa. Tal es la seriedad del camino de la cruz. Tal, la seriedad de nuestra justificación. Tal, el montículo de sufrimiento sobre el que se alza la cruz.