Rom 9,1-5; Sal 147; Lu 14,1-6

La preocupación de san Pablo por los de su raza, el pueblo elegido por Dios, no ceja. Siempre que llega a un lugar nuevo para predicar su Evangelio, lo primero es acudir el sábado a la sinagoga. Si le aceptan, estupendo; si le echan, lo que ocurre con mayor frecuencia cada vez, los deja lleno de pena. ¿Cómo es posible que no reciban a Jesús como el Mesías? Su preocupación es tan grande que dedica tres capítulos de la carta a los Romanos a darle vueltas a su susto y frustración. ¿Cómo es posible? ¿Cuál es el misterio que se encierra tras este rechazo? No lo alcanza a ver.

Pero hasta tal punto está con los suyos, con los de su raza —no olvidemos que el pueblo elegido es una raza, la de los descendientes de Abrahán según la carne—, que aceptaría ser un proscrito lejos de Cristo para que ellos estuvieran junto a su Mesías. Comprendemos que esta afirmación de Pablo son palabras muy mayores, porque la cuestión de ese rechazo le provoca un inmenso dolor que no termina. No comprende. Se queda perplejo. Porque ellos son los descendientes de Israel. Porque ellos fueron adoptados como hijos por el mismo Dios. Porque ellos tienen su presencia. Es en Jerusalén, en el Templo, en donde se da esa presencia. Ahí se cierne la nube que expresa la gloria de Dios. La alianza, la ley, el culto y las promesas son cosa suya, muy suya, sólo suya. Suyas son las promesas. Suyos son los patriarcas, de quienes, según la carne, nació el Mesías, el que está por encima de todo.

Porque, fijémonos bien, su pensamiento es una filosofía de la carne. No predica algo gaseoso, intelectual. Predica la presencia de una carne, la de Cristo Jesús, muerto en la cruz por nuestros pecados; los de todos, judíos y griegos. Una carne resucitada por la fuerza de Dios y que envía a nuestra carne al Espíritu para hacer morada en nosotros. Todo en su predicación se da entre las carnes. Es un hecho de encarnación. Y, de pronto, a quienes les correspondía por la misma carne, rechazan a Cristo. Él, Pablo, es de su carne. Nosotros no. ¿Cómo es posible? No somos hijos de Abrahán según la carne, es verdad, pero sí somos hijos suyos, hijos de la promesa y de la alianza, por la fe. Por la fe se hace nuestra la carne de Cristo. Por ella somos su cuerpo. En ella y por ella recibimos los sacramentos. Así pues, ¿no es el espesor de la fe la que nos da esa carnalidad que ahora se nos regala, aunque no seamos los primeros destinatarios de ella? Pero, es verdad, ¿qué pasa con los israelitas, los hijos según la carne?

Se diría que los primeros destinatarios de la promesa han abandonado la carne, ellos que por la carne la recibieron, para restregarse contentos en el cumplimiento de normas y leyes. Parecen haber perdido la interioridad, los adentros de la alianza, para quedarse en los meros cumplimientos, perdiendo la perspectiva de que también ellos son pecadores. Creyeron, quizá, que la mera materialidad materialista de su carne era escudo contra el pecado y el abandono del Señor. ¿Se olvidaron del corazón para quedarse en los muros encalados? Mas, eso mismo, ¿no puede también acontecernos a nosotros? ¿Es nuestra fe más segura que su carne? El misterio del rechazo del Mesías de quienes eran hijos es también, así, el misterio de nuestro rechazo.