Rom, 11, 1-2a.11-12.25-29; Sal 93; Lu14, 1, 7-11

¿Habrá Dios desechado a su pueblo? Esta pregunta perfora el corazón de san Pablo. No, también él es israelita. ¿Cómo iba Dios a abandonar al pueblo que él se eligió? Han caído, dice, pero ¿será para no levantarse más? No puede ser. Con todo, continúa, porque ellos cayeron, la salvación ha pasado a los gentiles, para dar envidia a Israel. Es el propio Señor el que le ha ido llevando una y otra vez a predicar su Evangelio de salvación a los gentiles. La Iglesia naciente no se ha cerrado, sino que, llevada de la mano de Dios, ha ofertado a todos la salvación y la gracia de Cristo Jesús. Todos los que creen, hijos por la fe en él. Porque los israelitas han caído, como interpreta Pablo, al no aceptar la buena noticia, las puertas se han abierto a los gentiles. La salvación se ha ofrecido también a ellos. Y la Iglesia es ahora el nuevo pueblo elegido, el de los hijos de Abrahán por la fe.

Su caída es riqueza para el mundo. Pero, siendo las cosas así, ¿qué acontecerá cuando también ellos alcancen su pleno valor? Porque Pablo no ceja, sabe que al final el pueblo elegido según la carne se hará uno con el pueblo elegido según la fe. Pues el Señor nunca rechaza a su pueblo. Los tiempos del señor no son nuestros tiempos. Los suyos tienen mayor espesor. Él no se exaspera, no se pone nervioso. Cuenta con el tiempo por delante. Llegará el día en que también ellos, los hijos según la carne, alcancen su pleno valor. Pero, siendo así, también nosotros al final formaremos un sólo pueblo con ellos, siendo también nosotros, por causa de esto, hijos según la carne, ya que formaremos un solo pueblo. Por eso, en lo que adviene, en la nueva Jerusalén que desciende del cielo, y ya está entre nosotros, también hemos de ser hijos según la carne; hermanos del encarnado. Cuando todos los pueblos hayan llegado acá, también Israel será salva. Porque fueron, es verdad, enemigos, confiesa Pablo, que lo ha sufrido en sus carnes, enemigos considerando el Evangelio; pero Dios los ama como hijos considerando la elección. Y los tiempos de Dios, debemos darnos cuenta de ello, no son los nuestro; su tiempo no es el de los relojeros suizos. Nuestra carne es carne de temporalidad, por eso, sumergida en los tiempos de Dios.

La oración después de la comunión nos hace expresar algo decisivo. Porque es a Dios a quien le pedimos que lleve a término en nosotros lo que los sacramentos que celebramos en la eucaristía significan. ¿Y qué significan, de qué son ellos signo? De lo que hemos de poseer plenamente ese día final de los tiempos, y que ya desde ahora se nos da en lo que celebramos. Vivimos acá lo que se nos da allá. Porque nuestra mirada está fija en aquél allá que se nos ofrece en este acá sacramental. Nos acercamos a este acá sacramental con nuestra fe en Cristo Jesús, signo de aquél allá de realidad. Vivimos acá lo que allá se nos ha de dar, porque los sacramentos eso es lo que significan. Y se nos dan ahora en alimento corporal: pan y vino que son el cuerpo y la sangre del Señor. Alimento de nuestra carne. No sólo alegoría de nuestra fe. La fe, por medio de la realidad sacramental que celebramos, se hace, ya desde ahora, carne de nuestra carne.