«Todo lo puedo»… Es San Pablo quien se lo escribe a los filipenses. En román paladino, semejante frase significa: «soy omnipotente». ¿Quién dijo miedo? Ahora entiendo que este apóstol no se arredrase ante nada; que no temiera las cadenas, ni las amenazas, ni los azotes, ni la cárcel, ni la muerte; que se lanzase, tantas veces, él solo contra todo el ejército de fariseos que buscaban matarle… San Pablo tenía un maravilloso «complejo de omnipotencia», que le llevó a recorrer el mundo con la cabeza bien alta, voceando el nombre de Cristo en medio de innumerables peligros. Y, sin embargo, estamos hablando de un hombre profundamente humilde, que conocía como ningún otro su debilidad, su miseria y sus fracasos… ¿Cómo se «come» eso?

Pues, lógicamente, se «come» completando la frase que yo he cortado por la mitad para despertar de la modorra a mis lectores, acostumbrados como yo a escuchar una y otra vez las frases del Nuevo Testamento: «todo lo puedo en Aquél que me conforta». No es, por tanto, la necia arrogancia del prepotente, sino la seguridad del débil, del hombre frágil que necesita ser confortado en cada momento y que ha encontrado unos brazos fuertes y acogedores en los que descansar. Me gusta decir que es la omnipotencia de los niños, de esos niños que presumen de papá: «mi papá es policia», «mi papá es bombero», «mi papá es muy fuerte»… Precisamente porque el niño se sabe débil, siente como un orgullo propio la fortaleza de ese padre que le ama, y, al ensalzarle, levanta bien alta la cabeza.

Ante esta afirmación del San Pablo, y otras muchas que podría entresacar del Antiguo Testamento, acude a mí el recuerdo de aquel anuncio, el del «primo de Zumosol». El primo de Zumosol hacía posible que que un niñato enclenque encarase al matón del barrio, porque sabía que andaba bien respaldado. Si aquel niñato hubiese desafiado al gordo de la panda con sus solas fuerzas, diríamos que se trataba de un imbécil en pequeñito. Pero, cuando sale el «primo de Zumosol», la cosa cambia: ¡a ver quién le tose al pequeñajo! ¡No sabe nada el niño!

Sí; cuando me veo pequeño, me gusta pensar que Dios es «mi primo, el de Zumosol»; y que, confortado por sus brazos, y por los de la Santísima Virgen, nada tengo que temer de este mundo ni del juicio futuro. Eso me permite – nos permite, a ti y a mí – encarar el servicio de Dios en esta vida con una «santa inconsciencia»: ¡No hay enemigo grande; no hay peligro que temer! Perdón una vez más por esta «pequeña debilidad», pero: ¿Encontrará el Atleti un «primo de Zumosol»? No creo que sea Paolo Futre. (lo siento, Don Jesús)