Dn 12, 1-3; Salm 15, 5, 8-11; Hb 10, 11-14.18; Marcos 13, 24-32

Jesús nos sorprende hoy con un discurso escatológico. Estos textos son difíciles de comentar. Por una parte, podemos caer en la tentación de leerlos como si fueran metafóricos. Por otra, corremos el peligro de aplicar directamente lo leído sobre los fenómenos geológicos o climáticos que experimenta el planeta (tsunamis, inundaciones, terremotos). Lo cierto es que, guardando las debidas cautelas, se nos habla de unos fenómenos reconocibles y terribles que acompañarán el regreso de Jesucristo. Por eso san Agustín, con su habitual perspicacia, señala: “No nos opongamos a la primera venida, para que no nos horroricemos en la segunda”. Aquellos días no los conoce nadie, pero la manera de prepararse para ellos es adhiriéndose con fe firme a Jesús. Algunos, movidos por una falsa curiosidad que puede llegar a ser pecaminosa, estudian las profecías sin unirse a Jesús. Es una equivocación terrible, porque las indicaciones del Señor se orientan a reconocerle: más importante que conocer los signos es conocerle a Él. En esos temas hay que andar con mucha cautela y no apartarse ni de la oración ni de la unión con la Iglesia. Tenemos la confianza de que el Señor irá iluminando a sus elegidos conforme avancen los acontecimientos. De ahí también la llamada que se nos hace a estar atentos a los signos de los tiempos.

El Catecismo recuerda, y no debe pasar inadvertido, que la Iglesia ha de sufrir tribulación. Así lo anuncia también Jesús. Algunos Padres, como Ambrosio o Agustín, interpretan alegóricamente el texto de “caerán las estrellas del cielo” refiriéndose a aquellas personas creyentes que, ante los peligros, abandonan la fe. Resplandecían, pero fueron derribadas por falta de fortaleza o quizás porque olvidaron que sus bienes espirituales eran don de la gracia. Nuestra generación viene precedida por el testimonio de innumerables mártires. Con razón se ha dicho que el siglo XX fue el de los mártires. Aún tenemos en la memoria aquel acto llevado a cabo en el Coliseo de Roma por Juan Pablo II recordando a todos los que, durante el siglo pasado, entregaron su vida por fidelidad a Cristo. Ciertamente esas no fueron estrellas que cayeron del cielo, sino lámparas que nos indican el camino y que brillan en el cielo para que no perdamos la esperanza. A ellos se refiere la primera lectura: Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad.

La perseverancia es un don de la gracia. Cuentan una anécdota de san Wenceslao, que durante la noche recorría las chozas de sus vasallos. Un día de nieve y de un frío terrible, salió del palacio acompañado por un paje. Al cabo de media hora de camino, éste le dice: “Déjame morir. No puedo seguir. Tengo las piernas heladas”. Le responde Wenceslao: “Ya verás cómo puedes. Pon tus pies sobre mis pisadas y no tengas miedo”. Y así pudo continuar su camino. Lo mismo sucede con nosotros. Las dificultades pueden ser muchas y el camino puede parecer intransitable, pero se trata de caminar siguiendo a Cristo, sobre sus pisadas, sostenidos por Él y sabiendo que, pase lo que pase, Él ha vencido al mundo.