Da 6,12-28; Da 3,68-74; Lu 21,29-33

¿Será posible que ni siquiera nos dejen rezar a quien nos parezca?, ¿que nos espíen a ver si oramos? ¿Que vigilen a ver si invocamos a otros dioses fuera de los que nuestros poderosos nos adelantan? Quizá no nos echen todavía al foso de los leones —¡quién sabe!, hay tantas maneras elegantes de hacerlo, sin que a penas se note—, pero todo se nos pondrá para que adoremos a los dioses que debemos venerar. Nunca a nuestro Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Cómo se hace esto? Los medios de comunicación, las maneras en que se produce la educación, las facilidades que se dan para que nos dejemos llevar por las rampas y recovecos de los suspiros. Nos podrán decir: sois libres de seguir vuestros caminos, con tal de que no nos molestéis. Pero sabemos la fuerza opresora que tienen toda la fanfarria de la sociedad cuando toca el bombo. ¡Qué difícil es no dejarse llevar! Nos dirán: pues ahí está vuestra debilidad. Os dejáis arrastrar. No os quejéis. La culpa es vuestra. Y por todos los medios nos intentarán encerrar en un gueto. Por comodidad, o exhaustos, nos dejaremos encerrar en él. Pero, así, abandonamos el mundo a su suerte. Facilitaremos el reinado del Anticristo; no el de Dios. ¿Que habrá sido, pues, de nosotros?

El libro de Daniel nos da esperanzas. Estaremos en el foso de los leones que tiene su boca sellada, pero el Señor nos salvará y, luego, el rey echará en esa fosa a nuestros enemigos, comenzando una era nueva. Era de paz y bienestar que durará hasta el fin de los tiempos.

Ay, si todo fuera así de fácil. Mas parecería que a nosotros no ha sido tanto como para echarnos al foso de los leones —aunque hay fosos peores, más insidiosos, más inteligentes— ni luego nosotros hemos salido indemnes y vencedores. Quizá sea así porque estamos todavía en medio del fragor de luchas y desacuerdos.

Asombra la negrura del evangelio de hoy. Jesús nos habla de tiempos duros, difíciles, últimos. En ellos, nuestra Jerusalén será destruida y pisoteada. En ellos, caeremos a filo de espada. En ellos, nos llevarán cautivos. En ellos, enloqueceremos por el estruendo del mar. ¿Son signos de otros tiempos, tiempos que a nosotros no nos tocan?, ¿son signos de nuestros tiempos? Es posible que no le sean, pero debemos tener cuidado. Debemos vivir estos tiempos como lo que son para nosotros, tiempos últimos, tiempos en los que el Hijo del hombre vendrá sobre las nubes a recoger los frutos de su reinado.

¿Nos espantaremos si así fuere? Lo sorprendente es que no, en el decir de Jesús, pues esos tiempos, precisamente ellos, serán los tiempos de nuestra liberación. Alzad la cabeza para verlo.

Tenemos que vivir en-esperanza estos nuestros tiempos, sabiendo que el Señor nunca, ni siquiera ahora, qué digo, sobre todo ahora, no nos deja de su mano. Tiempos recios. Pero que son, precisamente ellos, los tiempos de nuestra liberación. Los tiempos en los que el Señor vendrá a nosotros para hacernos miembros elegidos de su reinado. Tiempos recios, pues, que nos hacen fuertes; que nos acercan a él. Tiempos en los que el Señor viene a nosotros y nos toma con su mano liberadora. Por ello, le ensalzaremos con himnos por los siglos. Todo lo que es le bendecirá.

Lo que parecían tiempos de negrura, así, se nos convierten en tiempos de resplandor, pues tienen ya la refulgencia de la segunda venida. Tiempos en-esperanza que nos fecundan como tiempos de realidad.