Jer 33,14-16; Sal 24, 4bc-5ab. 10 y 14; 1 Te 3,12-4,2: Lu 21,25-28.34.36

¿Recomenzamos de nuevo?: mirad que llegan días en que veremos al Hijo del hombre venir sobre las nubes. Sí y no. Sí, pues todavía se nos da una oportunidad: todo nos es posible aún, nada es definitivo, excepto la misericordia de Dios que se nos ofrece en la cruz de Cristo Jesús. No, porque estamos en el camino, cada vez más próximos del final; la nuestra está siendo ya una historia de salvación. No podemos olvidar ninguna de las dos afirmaciones ni sus consecuencias. El Señor nos muestra su misericordia y nos da su salvación. Lo hizo, lo hace y lo hará. Dios es paciente con nosotros.

Asombra la paciencia de Dios. Porque podría decírsenos: se acabó tu tiempo, has tenido bastante, ya está bien. Pero no, quien entregó a su propio Hijo, no deja nunca de ofrecernos su gracia mientras vivimos nuestra historia. Malo sería que dada la grandeza de ese ofrecimiento que nos salva no fuera magnánimo con nosotros. Mas nos entra un enorme susto, ¿será que tarda en venir de verdad porque nos ha dejado de su mano y permanece ausente de nosotros? Una vez superado ese algo de escandaloso que tiene, sin duda, esta tardanza definitiva de la venida del Señor —¡se diría que no termina nunca de llegar!—, debemos creer en la fuerza persuasiva del Amor de Dios y maravillarnos de su larga paciencia que todo lo aguanta en silencio; que aguanta siempre. Pues bien, esa paciencia responde al misterioso designio del Amor de Dios, que es el salvador de todos los hombres. ¿Suscitará alguna decepción en nosotros? Al contrario, esta demora, este volver de nuevo al comienzo del año litúrgico, este volver a empezar, este buscar insaciablemente nuestra conversión salvadora, nos conduce a darle gracias por el gran aguante que muestra con nosotros; pero también exhibe la misma paciencia mesiánica hacia nuestros semejantes. De manera bella lo decía Orígenes: tú confiarás en los otros, como se confió en ti. La salvación es ofrecida a todos. La cruz de Cristo no es instrumento exclusivista de nuestra salvación; en ella se ofrece la redención de toda carne. Hemos sido convocados a comulgar con la paciencia divina, a participar en su pasión y en su gran esperanza en todos los hombres (Joël Spronck).
¿No está ahí, precisamente, la fuente que entre nosotros nos hará rebosar de amor mutuo y de amor a toda carne? De modo que, como dice el primerizo san Pablo —esta carta es el primer escrito suyo, y de todo el NT—, el Señor nos fortalezca internamente, para que, cuando vuelva acompañado de sus santos, nos presentemos también nosotros santos e irreprochables ante Dios nuestro Padre. ¿Podremos declarar, como Pablo, que alguien ha aprendido de nosotros cómo proceder para agradar a Dios?

Mirad, ya llega. Está viniendo a nosotros. Que no se nos embote la mente con el vicio. Levantaos, alzad la cabeza. Estad siempre despiertos, pidiendo fuerzas. Daremos otra vuelta al año litúrgico que hoy comenzamos. ¿Será una repetición cósmica, parecida a la de los astros? No, lo nuestro es como el caminar de una flecha atraída por su punto de llegada. La flecha de nuestra vida; la flecha de nuestra historia. Todo en nosotros tiende, mejor, está en tensión de arribada a ese punto en el que se nos ofrece nuestra salvación: la cruz de Cristo. Ahí se da, repetimos nuestra fe. En ella se nos dona la gracia.