Ro 10,9-18; Sal 18; Mat 4,18-22

Profesar con los labios que Jesús es el Señor y con el corazón creer que Dios lo resucitó. Con eso, nos salvaremos. Cosa fácil, por tanto. ¿O no? Porque, ¿le invocaremos si no le conocemos?, ¿que pasa con los que nunca le han conocido?, ¿y con los que le conocieron, pero lo han olvidado? ¿Cómo invocarle los que no creen en él? La fe es esencial, claro, pero ¿y los que no la tienen? Mas ¿cómo tendríamos fe si nunca oímos hablar de él? ¿Quién habla hoy de Jesús? Apenas si algún locuelo, y se diría que siempre de puertas a dentro, allá donde están los que afirman ya tener fe, creen en Jesucristo. ¿Y los otros?, ¿los que se aburrieron?, ¿los que nunca supieron de él? ¿No hay salvación para ellos? Sí, por la fe, pero ¿cómo tendrán fe sin que alguien les haya proclamado a Jesús? Apenas si nadie se atreve a esta proclamación, como no sea, repito, dentro de los muros. Pero falta algo más, según san Pablo, ¿quién va a proclamar si no ha sido enviado? Porque proclamar a Jesús, ¿es cosa de que a alguno le haya picado la mosca de lo raro y se dedique a proclamar a Jesús, cuando le apetece, mientras le apetezca? En esa cadena de interrogaciones falta todavía una: ¿cómo van a proclamar si no los envían?

Hay un mensaje, y este consiste en hablar de Cristo. San Pablo lo hace a diestro y siniestro, comenzando siempre por los suyos, en la sinagoga, hasta que rinde su fruto o le echan. La fe en Jesús cunde entre los paganos: ¿es que los judíos, sus hermanos, no lo han oído? Nosotros preguntamos hoy lo mismo: ¿es que no lo han oído? Porque, habiéndolo oído, ¿cómo lo han abandonado?, ¿por qué les importa una higa ese mensaje?, ¿cómo es que lo aborrecen y aprietan las filas contra él?

Y, sin embargo, Pablo fue enviado por el mismo Señor; no fue un arrebato suyo, sino una llamada, una vocación, que le pedía la dedicación entera de su vida, de sus palabra, de su voz, de sus actos. Predicar la cruz de Cristo. A eso había sido enviado; a ello dedicó todos los esfuerzos de su vida. ¿Somos enviados también nosotros?

Asombra ver la libertad con la que Jesús, mientras pasea junto al lago, contempla a las personas y elige apóstoles y discípulos. Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. A quien quiere, con ubérrima libertad. Por dos veces nos repite el evangelio de Mateo: inmediatamente dejaron las redes y los siguieron.

¿Qué pasa hoy? Lo mismo. Mas ¿seremos todos enviados a predicar el mensaje? ¿Ya no habrá apóstoles y discípulos? Hoy será como ayer, como entonces. Los habrá. Serán los que, dejándolo todo, seguirán sus pasos tras la llamada, tan particular. Hoy como ayer, sin ellos, todo flaquea. Todo comienza a ir mal y a desmoronarse. Gentes que, siendo enviados, dedican su vida entera a predicar el mensaje, porque a toda la tierra alcanza su pregón. Para que todos crean en él, hagan cosa suya la fe en Jesucristo, pues han oído hablar de él en la proclamación de quienes fueron enviados.

Pero ¿eso es todo? ¿No corresponde también a todos ese hablar siempre de Cristo, a tiempo y a destiempo? Cada uno en sus posibilidades, en el ámbito en el que se mueve, en su trabajo, familia, amigos, en su acción social y política, todos los creyentes hablarán de Cristo.