Is 26,1-6; Sal 117; Mat 7,21.24-27

Qué fácil, pues, repetiremos a troche y moche “Señor, Señor”, y ya está, entraremos en el banquete celestial. Como si fueran palabras de magia, ábrete sésamo, sin nada que ver con los adentros de nuestro corazón y de nuestro vivir. Ay, ¿qué se pide de nosotros? Que cumplamos la voluntad del Padre. ¿De qué padre? De mi Padre, nos dice Jesús. Porque él ha sido enviado como palabra del Padre. Es él quien viene en nombre del Señor. Más aún, él es el Señor. Si le llamamos Señor es porque hemos escuchado su palabra. Ciegos al borde del camino. Estropiciados y tullidos que vivíamos en-esperanza —quizá por eso mismo, por ser pobres desamparados de todo y de todos, nos quedaba todavía la esperanza de quien está viniendo— y, al oír sus pasos, al escuchar el rumor de la gente que viene por el camino, comprendemos que ya está llegando y gritamos: Señor, Señor.

Es un grito menesteroso. No de suficiencia. Es un grito que nos abre a su palabra, a su escucha. No es un grito protector, un escudo para evitar que nada nos llegue dentro, sino una apertura a quien pronuncia esa palabra, a quien es esa palabra. Y, de este modo, su palabra se adentra en nosotros. Vemos, ahora sí, quién la pronuncia, seguimos sus pasos, y comprendemos lo que significa llamarle Señor a él y llamar Padre —Padre suyo, y porque Padre suyo, también Padre nuestro— a quien es el Señor, lo que lleva a esa ambigüedad que le deja a uno estupefacto, pues llamamos Señor tanto al Padre como al Hijo.
Por eso, quien escucha esa palabra, construye con prudencia, pues lo ha puesto todo en las manos de su Señor. Su vida, así, esta cimentada sobre roca. Él es la roca. En él vivimos. Sobre él vivimos, porque él es el buen pastor que nos conduce. Nuestra vida en-esperanza se hace en él vida en-realidad. Creemos en él y él nos conduce. Nuestra fragilidad para sostenernos en el camino es obvia; pero no importa, él nos lleva sobre sus hombros. Él es nuestra roca. ¿Quién nos hará temblar? Nos refugiamos en el Señor y él nos abrirá las puertas del triunfo. ¿Qué cabe, pues, que hagamos? Darle gracias. Nos escuchó cuando de un modo tan malhadado y frágil vivíamos sólo en-esperanza —mas grandeza sin par de la esperanza, ¿cómo lo olvidaríamos?—, una esperanza casi a punto de desvanecerse, para tomarnos consigo —él es nuestra roca—, dándonos su salvación.

El Señor es Dios. Él nos ilumina. Somos su pueblo. El pueblo que él guía, como lo hizo en el desierto con nuestros padres. Es Dios quien nos guía. No un evanescente superman, un hombre supermajo en el que Dios, desde las alturas, se ha fijado, tomándolo para sí. Es Dios mismo quien nos guía por su Hijo. Jesús es el Hijo. Él nos ilumina. Él es la nube que señala el camino, como a nuestros padres. La nube que de noche marca el lugar del descanso, que se asienta sobre el arca de la alianza.
Él nos ilumina. ¿Dónde está para que nosotros también vayamos a verla? ¡Cuidado, que también Herodes quería ver esa luz! Atendamos en el camino el paso de una grandiosa comitiva en la que el Señor, nuestra luz, viene a nosotros. Pero no nos confundamos cuando veamos, seguramente, una mujer en un borriquillo conducida por su esposo. Pero ¿qué dices?, ¿estás loco?, ¿esa ha de ser la comitiva que viene de Dios?