Is 30,19-21.23-26; Sal 146; Mat 9, 35-10,1.6-8

El contexto de la liturgia siempre parte de nuestro pecado de hombres viejos y de la liberación de él. Para eso Dios envió a su Hijo a este mundo. Un envío de encarnación, nunca lo podemos olvidar, pues si lo desdeñamos se desbarata nuestra relación con el Señor.

Qué hermosa la profecía de Isaías. Con qué calidad poética nos envía las palabras de consuelo de parte de Dios. No tendremos que llorar, porque se apiadará a la voz de mi gemido. Como cuando a la madre se le encojen las entrañas al oír el gemido de su bebé, y lo toma llena de amor, lo acaricia, le da de comer y le cambia. Seres de amorosidad. También el Señor es un Ser de amorosidad. Reacciona como nosotros al oído de los gemidos de los menesterosos. Y como en nosotros llega ese lamento al hondón de lo que somos y nos tiemblan las entrañas, el cuerpo entero, nuestra carne, también llega al hondón mismo de la misericordia de Dios. Al Padre del hijo pródigo las rodillas le entrechocaban en un puro temblor.

Dichosos los que esperan en el Señor. Es grande y poderoso. Sostiene a los humildes, a quienes, como María, dicen: he aquí la esclava del Señor. A los que, como Pablo en la carta a los Romanos, se hacen esclavos de Dios, y no esclavos del pecado y de la muerte. A los que nos acercamos a él con fe, con confianza absoluta de que nuestro en-esperanza se nos va a dar en-realidad. La fe no es una imaginación, sino el deseo radical y veraz de una certeza que se nos hace racional. La fe es un modo de ser ante el Señor. Fragilidad, toda la que quieras —creo, Señor, pero ayuda mi fragilidad—; mas humilde e inquebrantable certeza de que el Señor nos oye y nos acoge, que nunca nos dejará de su mano. La fe, pues, es algo, en nosotros, de Dios. Pase lo que quiera, somos de Dios. Estamos de su lado, porque él nos ha ofrecido su lealtad insobornable. La fe, así, es nuestra, pero está anclada en su fidelidad hacia nosotros, que nunca nos ha de abandonar. Será paciente con nosotros. Tan paciente como sea necesario. ¡Qué sorpresa que nos lleva al asombro, la paciencia de Dios!

Con todo y con eso, Jesús necesita de nosotros. Nos llama, nos hace sus apóstoles, sus discípulos, sus seguidores. Necesita de trabajadores. La mies es abundante, pero los obreros son pocos, nos dice. Necesita de nosotros. Quedamos, así, en la perplejidad. Nunca un gran mago, un superman de película. Siempre menesteroso de nosotros, de nuestra fe, de nuestra colaboración. Id y proclamad diciendo que el Reino de los cielos está cerca.

Se compadece de las gentes al verlas extenuadas y abandonadas como ovejas sin pastor. Parece que está hablando de lo que acontece acá entre nosotros. Y pide que nosotros vayamos a ellas. Que seamos nosotros quienes llevemos a las gentes a él. Que hagamos, junto a él, de pastores. Sorprende que así sea, que una y otra vez nos asocie a él; que nos haga ver de qué manera, sin nosotros, nada puede. Que colaborando con él, en su seguimiento, alcanzaremos la libertad verdadera.

Lo vemos ahora en el vientre de María, montada en su borriquillo, junto a José, camino de Belén. Sigámosles. Hagámonos suyos, que él, encarnado, ya desde ahora tiene necesidad de nosotros. Se hizo carne y, así, nos divinizó. Nuestra libertad verdadera.