1S 1,24-28; Salm 1 S 2,1-8; Lucas 1, 46-56

Al saludo de Isabel responde María con un canto de alabanza. Es una explicación de la respuesta que había dado al ángel. María había dicho que era la esclava del Señor. En esa misma dirección se alegra porque el Señor ha fijado en ella la mirada. Lo ha hecho por su pequeñez y, en ella, ha mostrado su preferencia por todos los humildes de la tierra. Ha sido elegida por el Poderoso para mostrar la magnificencia de su brazo y su amor a los hombres.

María, además, reconoce, como ha sucedido en la historia y sigue pasando, que todas las generaciones la felicitarán. Lo harán por la obra grande que Dios ha cumplido en ella. La verdad es que cuando leemos este texto, que la Iglesia recita a diario en la oración de la tarde, descubrimos la conjunción perfecta entre la humildad y el reconocimiento de las maravillas obradas por Dios. Esa humildad de la Madre del Señor nos la muestra como absolutamente transparente a la gracia divina. El canto del Magnificat es un momento de la alabanza que María rinde al Señor durante toda su vida. Aún nos pasa que cuando nos fijamos en una imagen de la Virgen, o nos detenemos unos momentos a contemplarla, sentimos la necesidad de alabar a Dios por ella y con ella. Su sola figura canta la gloria de Dios con una melodía inigualable. Los cielos, dice un salmo, cantan la gloria de Dios. Todas las criaturas lo hacen como expresó en un bello texto san Francisco de Asís. Pero en María esa alabanza alcanza unas cotas que sin ella son impensables.

Pero, fijándonos un poco más en el texto podemos extraer enseñanzas para nuestro progreso espiritual. Dice: “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”. De las muchas lecturas me gusta fijarme en una. Dios que se abaja para salvarnos se encuentra a veces con gente muy soberbia. Me refiero a nosotros mismos. Podría prescindir de nosotros. Pero su misericordia le lleva a intentar bajarnos de esos tronos falsos que nos hemos dado a nosotros mismos. Somos usurpadores del lugar de Dios y Él nos abaja para, una vez letrados en humildad, poder divinizarnos. Porque Dios enaltece a los humildes. El camino de la pequeñez mostrado por la Encarnación no siempre es comprendido por el hombre. Incluso a los creyentes nos cuesta mantenernos fieles a ese descenso en el que Dios nos quiere. Bajamos un poco pero nos cuesta hacerlo del todo. Llega un punto en que pensamos que ya es demasiado y no nos queremos mover. Pero Dios nos derriba. Va a hacerlo de cualquier manera, pero mejor que lo haga pronto para que podamos darnos cuentas de nuestra realidad y recibir la gracia deificante que nos ofrece.

Que la Virgen María nos ayude a tener hambre de Dios y a vaciarnos de nosotros mismos para poder participar en plenitud del misterio manifestado estos días. Que ella nos permita unirnos a su canto de alabanza, hoy y durante toda nuestra vida.