Is 60,1-6; Sal 71; Ef 3,1-6; Mt 2,1-12

En mitad de la noche obscura hay un resplandor. El de la gloria del Señor que ha nacido en medio de nosotros. Hemos celebrado al niño y su contexto: los nacimientos lo expresan de manera genial. Hoy, como segunda parte de la fiesta de Navidad —los orientales reúnen las dos en el mismo día—, celebramos su refulgencia. Tal que hasta los Magos de Oriente le traen oro, incienso y mirra. ¿Signos de riqueza? Es el tributo de los paganos al rey. En ambas escenas está la Virgen. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron. La luz de la estrella les guiaba.
Fiesta de la luz. Fiesta del amanecer de la nueva vida. La vida del niño, al que rodea el amor de quienes lo circunvalan; los pobres de la tierra. Hemos visto su resplandor y venimos a adorarle. También nosotros. Su luz nos ha atraído. Mas la mirra nos deja perplejos: es el ungüento con el que se embalsama a los muertos. ¿Una insinuación? Misterio de vida, resplandor de vida que ahora comienza; mas no podemos olvidarlo, el mismo libro ahora comenzado nos relatará también su muerte injusta.

Misterio, pues, de vida, de muerte y de resurrección. Gloria de Dios que se nos aparece en toda la luminosidad de su fuerza. El centro de toda el acontecimiento es el niño Jesús, mejor, María con el niño, pues sin ella no cabría ni su nacimiento ni sus primeros cuidados. Curiosa gloria de Dios. ¡Tan frágil! De una apariencia tan casual; tan poco importante. Parece mentira cómo en ese nacimiento vemos la división de los tiempos: un antes y un después. El amanecer del Señor sobre nosotros. ¿Qué acontecerá después con su vida? El feliz anuncio del evangelio nos lo revela. Feliz anuncio de Dios, el que nos revelará Jesucristo, y que se convertirá para nosotros en feliz anuncio del Hijo de Dios. Leamos el evangelio en su misma letra, con cuidado, para ver el misterio de esta vida, ahora comenzada ante nuestros propios ojos.

Resplandor de Dios en mitad de la noche. Apenas si María, José y algunos pastores pobres. Sí, fiesta en los cielos. Pero fiesta soterrada. Se diría que fiesta de ocultación y de desvelamiento. Sólo los pobres pastores y unos perdidos magos de Oriente verán el resplandor de la luz donada para nosotros. Nadie más observa en Belén lo acontecido; tampoco en Jerusalén. ¿Y nosotros? Curioso misterio. Algo tan escondido, tan apenas nada, es el mismo resplandor de Dios. Luz de su gloria. ¿Qué dices?, ¿no te estás equivocando?, ¿no será una vana ilusión tuya, comenzada ya en los primeros que nos hablaron de Jesús en las páginas del NT? ¿Estás seguro de lo que señalas?

Amanece el Señor con su luz resplandeciente. La oración sobre las ofrendas nos resalta cómo el don que ofrecemos al Padre en la eucaristía epifánica es su Hijo, quien ahora se inmola, dándosenos en comida. No podemos olvidar el recorrido significante de sentido de esta luz esplendorosa celebrada hoy por nosotros. Habríamos convertido en un chinchín de festejo popular en nuestro barrio, con su compra de regalos, el espectáculo feliz de la alborada de Dios viniendo a nosotros. Hoy, Dios ha revelado en Cristo, para luz de todos los pueblos, el verdadero misterio de nuestra salvación. ¿Cuándo? En su manifestación en nuestra carne mortal, por medio de cuyo admirable comercio nos hace partícipes de la gloria de su inmortalidad.