1Sam 8,4-22a; Sal 88; Mc 2,1-22

Vuelve de nuevo a Cafarnaún. Hay tanta gente que nadie más cabe en casa. Los cuatro que llevan al paralítico, lo descuelgan por el techo en el que han hecho un boquete. Jesús ve la fe que tenían. Nos encontramos, pues con la fe. Por eso Jesús, dejando descolocados a todos, como acontece tantas veces, le perdona sus pecados. Los letrados están allá, sentados, al acecho de lo que pueda acontecer. Y piensan para sus adentros lo obvio: ¡blasfemia!, ¿quién puede perdonar los pecados fuera de Dios? Y tienen toda la razón. Ahí está el punto asombroso de esta narración marciana. Jesús se da cuenta de lo que pensaban. Tiene la capacidad de ver en el fondo del corazón. ¿Por qué pensáis eso? ¿No sois capaces de ver cómo habéis acertado en ese pensamiento?, qué ciegos sois. Jesús les plantea la disyuntiva de lo que es más fácil con respecto al paralítico, perdonar sus pecados o curar. Ha realizado ya con su palabra lo que a los ojos de los letrados era imposible. Tus pecados quedan perdonados. Pero, ante la incredulidad de esos vigilantes de sus palabras, recurre a la acción. Levántate, coge la camilla y echa a andar. Su palabra se ha convertido en acción de curación. Mas esta acción curativa, que viene tras la palabra de perdón de los pecados, tiene una razón excelsa, dirigida a los letrados incrédulos. Para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar sus pecados. La buena nueva de Dios se convierte así en buena nueva de Jesucristo, el Hijo de Dios. La asociación del Hijo con Dios es tupida, plena, que cierra una completud definitiva. Su palabra y su acción, sin saberlo tienen razón los letrados que le espían, son de Dios, pues ¿quién puede pronunciar esa palabra y realizar esa acción fuera del mismo Dios? Levántate, coge tu camilla y vete a tu casa. Se quedaron atónitos.

Primera llamada a la fe en Jesús. A diferencia del leproso curado, estos cinco, los cuatro camilleros y el paralítico, tienen fe en Jesús. Y la fe en él va a resultar parte decisiva de su relación con él. Esa confianza asombrosa de los primeros cuatro discípulos que le siguieron, yéndose con él en la pura aventura, se profundiza como fe en él. Confianza ilimitada en él. Apertura de un espacio en el que nuestros deseos se hacen uno con el suyo. Fe, lo vemos, en quien tiene poder para perdonar nuestros pecados, no sólo para curarnos de enfermedades, poniéndonos así en otro ámbito de nuestra vida. Fe en el Hijo de Dios. Una fe que nos pone ante su misericordia compasiva.

Jesús, para nosotros —sin pretenderlo, ni mucho menos, nos lo han enseñado muy bien los letrados-espías—, siendo ese al que seguimos, que tocamos, del que oímos sus palabras y contemplamos sus acciones de perdón de los pecados y curación de nuestra dolencias, por la fe se nos aparece como lo que es —lo hemos leído ya en el prólogo del evangelio, en el que se nos dijo quién era este Jesús—, el Hijo de Dios que nos anuncia la feliz nueva. Una feliz nueva que, ahora, con nuestra fe en él, se hace cosa suya propia.

Entre tanto, vemos al pueblo elegido pedir a Samuel que les nombre un rey, como reyes tienen los pueblos circunvecinos. ¿Reniegan de su singularidad y quieren ser como los demás? Parecen no querer vivir en la sola fe.