1Sam 9,1-18; Sal 20; Mc 2,13-17

Saúl será el primero de los reyes de Israel. Mozo imponente por estatura y por fuerza. De la tribu más pequeña, la de Benjamín. Los caminos del Señor son muy raros. Porque se le extraviaron unas burras a su padre, fue enviado lejos con uno de los criados para buscarlas. Cruzaron serranías y atravesaron comarcas. Cuando Samiel vio a Saúl, el Señor le avisó. Este es el hombre de quien te hablé; ese regirá a mi pueblo. Saúl buscaba un vidente que le dijera el paradero de las burras. Y encontró a Samuel, quien se lo llevó consigo al altozano. Tomó la aceitera y derramó aceite sobre la cabeza, y lo besó. Con la acción, pronunció las palabras: ¡El Señor te unge, tú regirás el pueblo del Señor!

También acá palabra y acción. Ambas de parte del Señor. Signo de la realeza a la que le destina el Señor. Mas signo corporal donde los haya: palabras de bendición y ungimiento con aceite. Signo sacramental. Comprendemos, así, cómo en nosotros se da cumplimiento de esto que aquí se significa. Porque la feliz noticia de Dios se hace para nosotros feliz noticia del Hijo de Dios. Y las palabras junto a las acciones de Jesús son sacramento de salvación para nosotros. Además, esta signación se le ofrece a Saúl por medio del elegido de Dios, Samuel. Cuando leemos esta narración desde nuestra búsqueda de Cristo, Jesús, comprendemos que aquí se nos ofrece la imagen de nuestra propia signación. También la palabra del sacerdote, de parte de Dios, junto al ungimiento con el aceite, nos hace sus seguidores. Desde ahora, por la fe, fe en él, también nosotros somos reyes y sacerdotes.

Por eso, nosotros, también reyes, nos alegramos de la fuerza del Señor. Nos ha concedido el deseo de nuestro corazón. No como el del leproso curado, que no vivió de la fe, sino la de apóstoles y discípulos, que sí viven de ella. Hasta el punto de que nuestro deseo es el suyo, y su deseo es el nuestro. Pasmoso comercio. Convivimos, por la fe, en un único deseo.

Admirable la escena de la conversión de Leví, el de Alfeo. Fue Jesús quien lo vio sentado en su mostrador de los impuestos. Hombre perdido, pues, donde los hubiere. Pero Jesús pone en él su mirada y le dice una sola palabra. Sígueme. Se levantó y lo siguió. Fue invitado a su mesa con sus discípulos y otros recaudadores y gentes de mala fama.

Parece que Jesús busca siempre esas gentes torcidas. O menesterosos o gentes pecadoras. Como ahora, pecadores públicos. Letrados fariseos espían, una vez más. Y ven lo obvio, por lo que increpan a los discípulos. Come con pecadores. Ni siquiera se atreven a decírselo a Jesús. Pero les oyó. Los pecadores son los que necesitan de él. A ellos es a los que ha venido a llamar. Sólo ellos son capaces de la fe en él. Solo ellos pueden poner su confianza en él. Sólo ellos hacen que su deseo sea el mismo de Jesús. Sólo ellos pueden intercambiar su deseo con el de Jesús.

¿A qué ha venido, pues? A ungirnos con el óleo de la esperanza, perdonándonos nuestros pecados, para la vida eterna. Por eso, el feliz anuncio de Dios que él nos propone se va convirtiendo para nosotros en feliz anuncio de Jesucristo, el Hijo de Dios. Se nos ofrece de este modo el sacramento de la vida eterna. La fe, así, nos alcanza el perdón y la vida futura.