Ayer las lecturas nos hablaban de la amista de David y Jonatán. En dos de las tres Misas el lector (o lectora), se empeñaron en decir Yonatan. Con tanto Christian, Vanessa y Jenifer se empeñaban en hacer la jota eye. Y no, Jonatán es con jota de jamón, jarro, joya, juguete, judío, jamelgo, jabalí, jovenzuelo, jabón, juicio, jalón, justo y jubiloso. Jota como las Mañas. Cualquier día empezarán a leer en Misa: “Yonatan, que era anterior a Yeremías, le oyó a Deivid cantar los salmos”. Cada letra es importante, que se lo digan a ese que leía lo de tu mujer como parra fecunda y dijo: “Tu mujer como perra fecunda.” El nombre es importante. Dar o poner nombre en la antigüedad significaba tomar posesión de alguna cosa o persona, todavía hoy cuando se descubre una estrella le puedes poner el nombre. El nombre significaba toda la persona, su historia, su genealogía, su vida.
“En aquel tiempo, Jesús, mientras subía a la montaña, fue llamando a los que él quiso, y se fueron con él. A doce los hizo sus compañeros, para enviarlos a predicar, con poder para expulsar demonios. Así constituyó el grupo de los Doce.” Llamó a los que quiso. Aunque los estudiosos de la Biblia y los que saben idiomas antiguos me dirán que es una burrada, me gusta pensar en los dos sentidos del verbo querer en castellano, el volitivo y el de amar. Llamo Jesús a los que le dio la gana, no eran los más listos, los más fieles, los más perspicaces, los más fuertes. Su fortaleza, su inteligencia, su fidelidad vendrá por gracia del Espíritu Santo justamente porque habían sido llamados. Y al ser llamados fueron también queridos, amados de Dios. Cuando Dios llama (eso que decimos de la vocación), lo hace por el nombre: “Simón, a quien dio el sobrenombre de Pedro, Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan, a quienes dio el sobrenombre de Boanerges -Los Truenos-, Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el Celotes y Judas Iscariote”, Agustín, Marta, Consuelo, Poli, David e incluso hasta a Yonatan. Dios nos hace suyos cuando nos llama. Si alguien piensa que el Señor le llama para el sacerdocio (o para cualquier vocación en la Iglesia), no creas que lo hace por tus cualidades o por tu valía personal. Tu fortaleza es justamente ese ser querido por Dios. Por eso, habitualmente, cuando uno es más consciente de sus miserias es más fuerte. Mi vocación de sacerdote no depende de mis ganas de serlo, ni de las virtudes (pocas y las pierdo como el pelo), ni de mis seguridades. La fidelidad viene de ese amor que Dios nos tiene. Si Dios me quiere sacerdote y la Iglesia lo acepta, entonces lo seré y lo seré siempre. Cuando pongo la fidelidad en mí es muy fácil que me descalabre, que pierda el norte, la cabeza y el sentido de la llamada. “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he enviado.” Si vivo mi vocación es porque Dios, al llamarme, me ha hecho suyo de una manera especial, -en el sacerdocio incluso me ha cambiado mi ser, ontológicamente-, y entonces no es que me guste hacer algo, es que soy alguien nuevo. La religiosa es religiosa, no es que le guste ir de monja; el casado es casado y espero que le guste su mujer, pero aunque no le gustase “es” su esposa. El Apóstol se hace Apóstol cuando Jesús le llama. David no podía matar a Saúl pues era el ungido del Señor. Tú, si sientes la llamada de Dios, no temas el decir que sí, no podrás ser otra cosa.
María es la Madre. Ella presenta nuestros nombres ante su Hijo y Él nos va llamando. No desconfíes de esa dulce voz de Cristo y encontrarás el júbilo (con j).