Is 6, 1-2a.3-8; Salm 137, 1-8; !Co 15, 1-11; Lucas 5, 1-11

La primera lectura y el evangelio de este domingo tratan de la vocación. Y lo hacen desde una perspectiva en que se muestra la santidad de Dios y la profunda indignidad del que es llamado. Isaías se reconoce como un hombre de labios impuros y Pedro, tras la pesca milagrosa, exclama: Apártate de mí, Señor, que soy un pecador. También en la epístola san Pablo habla de sí mismo como de un aborto al que, a pesar de todo, Jesús se ha manifestado. Reconocer la llamada de Dios supone darse cuenta de su grandeza. Por eso, para poder seguirlo hace falta rectitud de intención. Ésta suele suponer reconocimiento de la propia indignidad. Normalmente todos los que son llamados tienen conciencia de este hecho. La misión supera la capacidad, aunque todo es posible con la gracia de Dios.

Un sacerdote decía que cuando levantaba la Hostia Consagrada en la Misa todo el mundo veía que él la mantenía en alto; pero que, sin embargo, era el Santísimo Sacramento el que le sostenía a él. Ésta es la realidad. También cuando el Sagrado Corazón se apareció a santa Margarita María en Paray-le-Monial, le dijo: “Te he escogido a ti porque eres un abismo de indignidad”. Y añadió que lo había hecho así para que quedara más claro que las maravillas que iban a suceder se debían a Él.

También en la primera lectura se muestra un aspecto de la vocación al que, frecuentemente, no prestamos atención. En esa visión, Isaías es purificado de su pecado. Después Dios manifiesta que necesita de alguien: «¿A quién mandaré?¿Quién irá por mí?», y el profeta se ofrece. Más allá de la vocación sacerdotal o religiosa, hay una llamada universal de Dios a participar de la misión de la Iglesia. Aunque toda vocación ha de ser ratificada por la Iglesia, para darnos cuenta de ella es necesario estar atentos a la realidad. Entonces, llevando al mundo y lo que en él sucede a la oración, la persona escuchará una invitación más explícita del Señor. Así, por ejemplo, si uno ve que hacen falta catequistas o sacerdotes y lo lleva a la oración, es fácil que como respuesta se ponga a disposición del Señor en este sentido.

En ese proceso es importante descubrir las maravillas que Dios ha hecho en nosotros. A Isaías le son purificados los labios y Pedro es testigo de una pesca milagrosa. Lo que sucede en sus vidas no lo desligan del deseo de Dios de llegar a todos los hombres y salvarlos. Toda vocación es, en primer lugar, una respuesta al Dios que nos ha amado y nos ha salvado. Después la respuesta puede concretarse de una u otra manera. Pero, en primer lugar, se da el reconocimiento agradecido del amor de Dios por cada uno. Por eso dice san Pablo: Porque yo soy el menor de los apóstoles, y no soy digno de llamarme apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy. Un famoso escritor de libros de espiritualidad, J. H. Nouwen, tituló a uno de ellos El Sanador sanado. Así se muestra que podemos ser eficaces colaboradores de Dios en la medida en que nos sabemos salvados por Él. De no ser así lo que haríamos sería ofrecer nuestra salvación y no la de Cristo. Pero con nuestras solas fuerzas, como Pedro, sólo podemos decir: «Nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada«.