1R 8, 1-7.9-13; Salm 131, 6-10; Marcos 6, 53-56

Hoy vemos a Jesús en plena actividad taumatúrgica. Las multitudes acuden a su presencia con una idea muy clara, que sane a sus enfermos. Es ese un deseo muy natural. Conozco padres que se han endeudado buscando la salud de sus hijos y a muchas personas que se han agarrado como a un clavo ardiente a cualquier posibilidad con tal de recobrar la salud. A la misma santa Teresa su padre la llevó a un curandero cuando estuvo enferma. Aquí es distinto, Jesús es Señor de cuerpos y almas. Como Dios lo puede todo. Y, de hecho, combate la enfermedad, que daña al hombre y es consecuencia del pecado.

Llama la atención la petición de las gentes, que “le rogaban que les dejase tocar al menos el borde de su manto”. Es un acto de fe. Y, nos dice el evangelio, que quienes lo hacían se ponían sanos.

En la primera lectura Salomón nos dice que quien puso el sol en el cielo gusta de habitar en las tinieblas. Se refiere a la nube que toma posesión del Templo de Jerusalén que ha edificado el rey. Pero también se refiere, figuradamente, a la divinidad escondida por el misterio de la Encarnación. Lo que las multitudes intuían nosotros lo sabemos de cierto. Jesús es Dios y hombre. Vemos su humanidad, pero sabemos que también es Dios.

A nosotros Jesús nos da mucho más que el borde de su manto. Nos permite entrar en plena comunión con Él por el sacramento de la Eucaristía. Sucede en ese sacramento que Dios también está escondido. Nosotros vemos las especies de pan y de vino y, sin embargo, es Jesucristo.

Leyendo este evangelio pensaba en la importancia de hacer actos de fe antes de comulgar para saber bien a quien recibimos. La Iglesia dice que para comulgar es necesario saber que aquello no es pan sino el cuerpo de Cristo. Por eso adoramos la Eucaristía. Pero, que oportuno, antes de cada comunión, renovar nuestra fe en la presencia real. Si acudiéramos con fe veríamos también milagros. No serán curaciones físicas pero si que nos supondrá la sanación del alma. Quizás tengamos alguna enfermedad espiritual, que no es necesariamente un pecado. Podemos acudir a Cristo. Nosotros, como la gente de Palestina, también sabemos dónde está el Señor. Podemos acercarnos sin miedo y Él viene a lo más íntimo de nosotros con el deseo de acrecentar nuestra vida de gracia y liberarnos de todas las esclavitudes que nos impiden amar según la medida de su corazón.