1R 11, 4-13; Salm 105; Marcos 7, 24-30

El evangelio de este domingo mueve a la esperanza. Dios escucha nuestra oración si es insistente. En este año sacerdotal podemos recordar una anécdota del Cura de Ars. En cierta ocasión una señora se acercó a pedirle oraciones por una familiar en estado muy grave. Ellos estaban haciendo una novena y le pedían al santo que se uniera a ella. El Cura de Ars respondió a aquella mujer: “Pueden rezar todo lo que quieran, pero dudo que Dios haga algo, porque en esa casa hay menos fe que en un establo de caballos”. Rezar sin fe es como no hacerlo, porque negamos de entrada la posibilidad de que Dios nos escuche. De hecho, equivaldría a confundir la oración con una especie de magia. Decimos un sortilegio y esperamos que pase algo, como hacen las brujas y los magos en las películas. Para orar hay que tener fe. Jesús, al realizar su milagro, alaba a la mujer cananea diciendo: “Anda, vete, por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija”.

Porque la mujer tiene fe, Jesús se deja vencer por ella. El Catecismo habla del “combate de la oración” y en la Biblia no faltan ejemplos. Abraham estuvo regateando con Dios para conseguir la salvación de Lot y su familia cuando la destrucción de Sodoma y Gomorra; Jacob luchó con Dios durante toda la noche y el Señor no le escatimó a Moisés el cansancio de las manos alzadas para que Josué pudiera vencer a Abimelec. La oración conlleva un sacrificio que Dios permite para que podamos doblegar su voluntad. Por eso dice Tertuliano que la oración es la única arma con la que podemos vencer a Dios.

Por otra parte, el evangelio de este día es toda una lección. A veces nosotros hablamos a gritos y esperamos una respuesta inmediata del Señor, como la mujer sirio-fenicia. Pero Dios se toma su tiempo. Eso nos lleva a pensar que, aunque Él nos lo quiere dar todo, nosotros no tenemos derecho a nada.

Lo que sorprende de esta escena, sin embargo, es la constancia de la mujer. Incluso cuando Jesús parece que la desprecia: “No está bien echarle a los perros el pan de los hijos” la mujer no cede. El motivo es porque su deseo es muy grande. Por eso se acoge a las migajas que algunos exegetas dicen que no eran las de la comida, sino las del pan con que se limpiaban las manos al final. La respuesta guarda similitud con la de aquel centurión que dijo “no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará”; o con la hemorroísa que se conformó con tocar la orla del manto; o, ya empezado el tiempo de la Iglesia, con aquellos enfermos que se ponían en las calles esperando les alcanzará la sombra de los apóstoles al pasar. Les bastaba con un poco porque sabían que era muchísimo.

En este día también podemos celebrar la memoria de la Virgen de Lourdes. María aparece como la gran intercesora ante Dios de las multitudes de enfermos y pecadores que acuden a su Santuario o se dirigen a ella pidiendo misericordia.