Is 58,9b-14; Sal 85; Lu 5,27-32

Pues soy un pobre desgraciado que vive en el desamparo. Si no me lo enseñaras, ¿cómo seguiría tu verdad? Ayer nos mirábamos y comprendimos cómo no seguimos ese camino que es el tuyo. Si no inclinas tu oído sobre nosotros y nos escuchas, ¿qué haremos? Ya lo sabes, soy un pobre infeliz, apocado y triste. Pero, también lo sabes, Señor, soy un fiel tuyo. Frágil, quebradizo, roto; pero sí es verdad, soy un fiel tuyo. Y por eso, con entera confianza, te pido que salves a tu siervo. Porque, ¿quién lo podría adivinar?, en el resbaladero, confío en ti, Señor. Sálvame. Yo no sé muy bien lo que soy, pero tú sí eres bueno y clemente. Y siempre has sido rico con los que te invocan. Por eso, desde lo profundo de mi desvalimiento, alzo mi alma hasta ti, sabiendo de tu misericordia con los que te invocamos. Por eso grito con el salmo: Señor, escucha mi oración, atiende a la voz de mi súplica.

Es verdad, tal es mi actitud ante el Señor. Sí, sí lo es. Porque, aunque con el corazón reblandecido, quizá, como Leví, sigo en el mostrador de los impuestos cometiendo injusticias, precisamente con los que menos tienen, desentendiéndome de ellos y, si llega el caso, recurriendo a la fuerza de los soldados romanos, porque ellos son mis valedores. ¿Qué tendría ese corazón, aparentemente tan ennegrecido? ¿Qué tiene mi corazón de seguro tan ennegrecido? Pasa Jesús junto a nosotros y, como a Leví, nos dice: Sígueme. ¿Por qué yo?, ¿por qué nosotros? ¿Qué ha visto Jesús en mí, pasando junto a mí, para que me haya dirigido esa apalabra que prenderá en el corazón de mi vida para siempre? ¿Qué ha puesto en él cuando, mirándome al pasar, ha dicho esa palabra sorprendente: Sígueme? ¿Cómo se ha establecido esa simpatía decisiva y para siempre? Misterio de la gracia. Misterio de la conversión, Misterio del seguimiento. ¿Por qué yo?, ¿por qué para siempre? Misterio de Dios. En mi vida, en nuestra vida, así, todo es milagro.

Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió. Es la respuesta a las increpaciones que nos hacía Isaías de parte del Señor. La (mi) vida entera es tuya, Señor. Tú sabrás. Tú dirás. Muéstrame el camino. El camino de la cruz. ¿Tendremos fuerzas? No, claro, si la fuerza de Dios no nos sobrecoge siempre y en todo momento.

Pero fariseos y escribas se molestan infinito ante lo que ven. No, las cosas no pueden ser así. Hay reglas de estricto cumplimiento. No vale esa libertad perdonadora; pura donación. No, hay que cumplir las reglas. No se puede hacer lo que a uno le venga en gana. Se levanta, y ¿a dónde irá?, ¿quién le vigilará?, ¿cómo sabremos que hace las cosas enmarcadas en las reglas de inexorable cumplimiento? Ni Leví ni Jesús, dicen, mucho menos Jesús que Leví, pues come y bebe con publicanos y pecadores, haciéndose así del partido de los contra Dios.

Necesitamos médico. Somos enfermos. Somos pecadores. Y, ¡qué inmensa felicidad!, es a nosotros a quienes ha venido a llamar. Busca de este modo tan libertario que nos convirtamos. Que nos hagamos de Dios. Que caminemos tras él. Que subamos adonde él sube. Que digamos las palabras que él pone en nuestra boca. Porque busca que nos convirtamos. Convertirnos a él. A su camino de gracia y misericordia. Lo suyo es un don gratuito. Un don que hace de nosotros lo que somos por naturaleza —“a imagen y semejanza”—, seres de amorosidad.