Ez 18,21-28; Sal 129; Mt 5,20-26

Sí, muy bien, hasta es posible que tenga razón el profeta Ezequiel. Si nos convertimos de nuestros pecados y guardamos los preceptos, todo nos irá de calle. Si el justo se aparta de su justicia y comete maldad, todo será terrible. Muy bien, repito, pero ¿cómo se convertirá el malvado de sus pecados? Es fácil decirlo, pero ¿cómo lograrlo?, ¿estirándonos fuerte de las orejas? Tras esas palabras tan obvias como inmisericordes, cuanto mejor lo que nos dice el salmo.

Desde lo hondo a ti grito, Señor. Si llevas cuenta de mis delitos, ¿quién podrá resistir? Como no parta del Señor la iniciativa de perdonarnos, ¿qué podremos hacer? Gritar al Señor para que escuche nuestra voz. Rogarle que sus oídos estén atentos a nuestros desgarros. Porque si lleva un libro de haber y debe, nada nos queda por hacer, como no sea seguir envueltos en nuestro pecado. Cada vez, además, con más fuerza; con más ansia. No, no es ese el camino por el que podremos conseguir nuestro perdón.

Es mi alma la que espera en el Señor. Mis entrañas gritan. No saben qué hacer, ni siquiera a qué vienen esos gritos, pero gritamos al Señor para que sea él quien tome la iniciativa. Para que llegue el día de la misericordia para nosotros. Por eso miramos los primeros resplandores de la aurora, pues de ahí nos viene nuestra salvación. Del Señor viene la misericordia a su pueblo y a cada uno de nosotros. Salvación y redención. Sólo él redimirá a su pueblo de todos sus delitos.

Estrenemos un corazón nuevo. Porque si nuestro corazón es como el de los escribas y fariseos, nos dice Jesús, no entraremos en el reino de la gracia y de la misericordia. Y, sí, podemos renovar nuestro corazón. Mejor que renovar, tener un corazón nuevo, distinto, divinizado por la llegada del Espíritu de Jesús, Espíritu de Dios, que toma posesión de nosotros, de lo más íntimo de eso que somos, seres de amorosidad. Que podemos ser si nos ponemos tras el Señor Jesús, siguiendo su camino.

Cuando sea así, todo en nosotros habrá cambiado. Seremos seres nuevos. Se notará en nuestras relaciones con nuestros hermanos. En su delicadeza. Porque, entonces, reconciliarnos con nuestro hermano, será tarea primera, anterior a cualquier sacrificio y ofrenda que se nos quiera prescribir. Porque, entonces, todo lo nuestro será obra de amor. Porque gritábamos desde lo hondo al Señor, ahora nos encontramos como seres cuidadosos del detalle. No sólo nuestros pecados son perdonados, sino que, de la misma, nos convertimos en seres cuidadosos del amor. Porque el nuestro, ahora, es un ser de amorosidad. Nada de tirarnos de las orejas para crecer en bondad, porque el Espíritu que, como dice san Pablo, grita en nuestro interior: Abba (Padre), habitando en nosotros consigue de nosotros que nuestra acción, nuestras obras, nuestros gestos y palabras, sean caricia de Dios.

Por eso, en la oración sobre las ofrendas le pedimos al Señor que las acepte, pues con ellas, el cuerpo y la sangre de Cristo, ha querido reconciliarse con nosotros y que nosotros nos reconciliáramos con nuestros hermanos, de modo que por ellas nos devuelve, con un amor que se ha hecho eficaz, la salvación eterna. Ese intercambio de amor se nos ofrece en el sacrificio de la cruz. Admirable comercio por medio del cual amamos a nuestros hermanos hasta en el detalle de nuestra ternura amorosa.
Y no sólo a nuestros hermanos, claro, sino a todos. Porque a todos se ofrece la salvación.