Dt 26,16.19M Sal 118; Mt 5,43-48

Inefable Moisés. ¿A que nos comprometemos? A ser su pueblo, como él nos prometió, porque él es nuestro Dios. El pueblo santo que se elevará en gloria, nombre y esplendor sobre todas las naciones. En nosotros, en la Iglesia se cumple esa profecía. Dichosos, pues, porque caminamos en la voluntad del Señor. Con vida intachable. Caminando en su voluntad. Observando exactamente sus decretos. Firme es ese camino. Qué fortaleza parecía tener el primero de los profetas, Moisés, y el salmo con él. Pero al final parece que las piernas nos flaquean, pues terminamos con estas palabras de humilde deseo: ojalá esté firme mi camino de modo que cumpla tus consignas. Quiero guardarlas, pero tú no me abandones. Ay, que si tú me abandonas todo será filfa, un deseo de charlatán de feria. Una pura e ilusa vacuidad.

Y el evangelio nos insiste en la aterciopelada manera en que deberemos tratar incluso a nuestros enemigos. ¿Amad a vuestros amigos? No, sino esto imposible: ama a tu enemigo y reza por los que te persiguen. De esta manera serás hijo de tu Padre que está en el cielo.

Imposible. Pamplinas. ¿Cómo lo habríamos de hacer? Si no lo hacemos, insiste Jesús, ¿no seremos iguales que los publicanos? No insistas en que nos ha de ser por entero imposible. ¿Nos pides lo extraordinario, lo imposible? ¿Y cómo lo haremos? Qué fácil eran las palabritas pronunciadas por nuestro profeta Moisés en la primera lectura, y que nosotros hemos aceptado, aparentemente, de buena gana. Insensatos. Nos creímos fuertes. Pero esta fuerza no es cosa nuestra. Somos seres de fragilidad. Quisiéramos, pero no podemos. Deseamos ese más allá, pero quedamos siempre en un crudo más acá, patoseando en el barro de la charca. Salpicando a todo lo que nos circunvala.

¿Qué hacer? ¿Dónde encontrar el punto de apoyo de nuestra liberación? Porque no es que hoy nosotros nos comprometamos a hacer lo que el Seños nos dice, sino que hoy el Señor se compromete a aceptar lo que nosotros proponemos. Proposición de amor la nuestra que el Señor se compromete a aceptar logrando que sea de verdad cosa nuestra, muy nuestra.

La iniciativa será del Señor. Hasta consigue de nosotros que pidamos al Padre eterno que vuelva nuestros corazones hacia él; si no, ¿qué? ¿Dónde conseguiremos la fuerza? En la celebración de las ofrendas del sacrificio de la cruz. Santos misterios que, según le pedimos al Señor, nos purifiquen de nuestros pecados, haciéndonos dignos de participar en la eucaristía, logrando que en ese inefable intercambio se nos done nuestro ser y nuestro actuar, de modo que se transfiguren por la gracia de amor y de misericordia que nos vienen de las entrañas mismas del Padre. Todo lo tenemos en Cristo Jesús. Por él todo se nos dona. Caminando con él todo nos lo encontramos. Y porque la iniciativa es del Señor, todo nos es posible. No hay imposibles. Simplemente, como creyentes que somos, asentados en la tan frágil certeza de nuestra fe, todo en nosotros será ahora distinto. Seremos seres de amorosidad. Nuestras acciones serán de amor. Hasta en los detalles. Lo escabroso, así, se volverá aterciopelado. Porque hoy se ha comprometido el Señor a aceptar lo que nosotros proponemos. Propuesta de fe, por más que, como el personaje del evangelio, corramos nosotros también a Jesús para decirle, en pura perplejidad contradictoria: creo, Señor, pero ayuda mi fragilidad. Porque nuestra fe es recia. Con reciedumbre de Dios. Pues, en nosotros, todo pende de él.