Son dos abismos de misterio; dos profundidades impenetrables, ante las que un hombre que tuviera los ojos abiertos podría dejar pasar una eternidad sobrecogido.

El primer abismo: “Venid, maquinemos contra Jeremías (…) lo heriremos con su propia lengua y no haremos caso de sus oráculos”… “El Hijo del Hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los letrados, y lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen”… ¿Por qué? ¿Por qué hemos llevado a la Cruz al Inocente? Incapaz de sondear las profundidades del misterio del mal, tan sólo apuntaré dos respuestas: unos, por odio declarado o soterrado, por ese odio con que el Príncipe de las Tinieblas detesta a Dios, y al que algunos han dejado apoderarse de su alma. Ese odio lo respiramos en España cada mañana desde hace unos meses cuando, al abrir la prensa, contemplamos los dardos que diariamente se disparan contra nuestros obispos; parece como si todo periodista, para preciarse de serlo, tuviera que lanzar alguna piedra en este macabro pim-pam-pum… En otros casos, la condena de Cristo no procede del odio expreso, sino del egoísmo. Sabemos que, al pecar, le enviamos a la muerte; y no, no odiamos a Cristo, pero preferimos nuestro pecado aunque ello conlleve su condena… Si me permites una observación “impertinente”, no sé si es peor aquel odio o este rastrero egoísmo; sé que hemos hecho morir de pena al Hijo de Dios.

El segundo abismo: “Acuérdate de cómo estuve en tu presencia, intercediendo en su favor, para apartar de ellos tu enojo”… “El Hijo el Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate por muchos”. Y el injustamente condenado, el que es azotado, escupido, abofeteado, humillado, cosido a latigazos sin piedad y sin piedad clavado en una Cruz, se ofrece como Víctima por sus verdugos: por quienes le odian, y también por quienes, rendidos a su egoísmo, no quieren mirarle mientras le azotan. Es el abismo del Amor oblativo, del Amor sacerdotal con que Cristo Jesús ama incomprensiblemente, locamente, a cada alma; a la mía, a la tuya, a quienes lanzan sus piedras contra nuestros obispos y a quienes con nuestros pecados destrozamos su Corazón abierto…

Al primer abismo ya nos hemos asomado demasiadas veces… más de la cuenta. ¿Querremos tú y yo asomarnos al segundo, y abrazarnos a la Cruz para entregarnos con Él en reparación de todos los pecados? “¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?”. Allí, en ese abismo de sufrimiento y de Amor, ya te espera María, con sus brazos abiertos para abrazar el Madero… Y para abrazarte a ti.