La parábola del Hijo Pródigo resume nuestra vida, la de cada uno de nosotros y la del mundo moderno. También ejemplifica de forma muy clara la misericordia divina. Sobre este texto se han escrito muchas páginas y, probablemente, cada frase merecería un comentario muy detenido. Es fácil identificarse con el hijo que desea matar a su padre para cobrar la herencia y vivir sin ninguna dependencia. Tampoco es difícil situarse en el papel del hijo mayor que está físicamente al lado de su padre pero no comparte los sentimientos de su corazón. Frente a todo ello, dominando la escena, abrazándolo todo y llenando de luminosidad el relato, nos encontramos con la figura paterna, que es imagen de Dios.

Brevemente podemos esbozar algunas ideas en el marco de la Cuaresma. Van en la línea de la exhortación que nos hace san Pablo: “En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios“. Y añade algo al relato de la parábola que ayuda a entenderla. El Padre estaba con los brazos abiertos esperando el retorno del hijo porque alguien había hecho eficaz su esperanza. Dice el Apóstol: “Al que no había pecado, Dios lo hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios”
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No sería posible que nos convirtiéramos si dependiera de nuestras propias fuerzas. Para nosotros es fácil romper el lazo que nos mantiene unidos a Dios. Basta con pecar. Es verdad que muchos niegan esa realidad, pero no por ello deja de existir. Para recomponer lo que se ha roto no es suficiente un acto de nuestra voluntad. Es necesario que Dios tome la iniciativa. En la parábola de este domingo, que incide mucho en los actos penitenciales, como comentó al respecto Juan Pablo II en Reconciliatio et Paenitentia, se muestra también la iniciativa divina en dos aspectos: en la voz de la conciencia que sigue hablando en el hijo que se ha dado al libertinaje y vive cuidando cerdos, y en el Padre que sale a esperar a hijo. Por el primer aspecto, el muchacho reconoce quién es, y por la actitud del Padre puede recorrer ese último trecho que lo incorpora de nuevo a la familia.

Es difícil no emocionarse al leer este texto y meditarlo, porque marca un recorrido que probablemente es el nuestro. Por otra parte, fijémonos en un pequeño detalle. El padre repartió los bienes a los dos. Uno los dilapidó pródigamente. ¿Qué hizo el otro? Mientras uno pecaba en público, con mujeres de mala vida, el otro se consumía en su interior: tenía pecados ocultos que no salían a la luz, que quizás nadie podía sospechar, pero que no eran menos graves que los de su hermano. Este hecho también da mucho que pensar y nos mueve a la súplica. Como dice un salmo: Señor, muéstrame los pecados que me pasan inadvertidos.

Toda esta reflexión sobre el pecado no tendría sentido si no existiera la misericordia de Dios. Desde ella, no sólo se ilumina el mal y se nos muestra cómo podemos vencerlo, sino que aparece el bien fundamental del hombre. Por eso, la Cuaresma es también descubrimiento de lo que verdaderamente somos. Conforme vamos quitando las capas de pecado que se han colocado en nuestra alma, va apareciendo ese bien fundamental: el de hijos que tienen un Padre. Desde esa relación puede reconstruirse todo.