Me comentaban el otro día un grupo de universitarios que quizás lo que les producía mayor compasión era ver a una persona sola. A otro nivel un profesor reflexionaba sobre que para ser persona una condición era que existieran otros. No voy a entrar en el desarrollo que hizo porque se me escapa. En cualquier caso una existencia sin nadie resulta tremendamente triste. En el Evangelio de hoy encontramos a uno que afirma: “no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se mueve el agua”.

Aquella piscina prodigiosa, con sus aguas curativas, es un signo de la gracia. Pero también a un nivel solo natural simboliza la posibilidad de una vida plena que, en aquel hombre, quedaba impedida por su parálisis. Incluso sin la novedad de Jesucristo nos damos cuenta de que el hombre, cada uno de nosotros, necesita de otros para salir de su indigencia. Sucede en el mero hecho de la vida de los niños, que precisan de sus padres, y nos pasa a todos en numerosos momentos de nuestra vida. Fijémonos, por seguir en el simbolismo, que la ayuda es para alcanzar las aguas que verdaderamente curan y esas, ya de forma definitiva, apuntan a Jesucristo. La ayuda que nos es conveniente es aquella que nos va a acercar más a Dios y a vivir en su presencia.

Si aquel hombre estaba solo es también porque en él se nos dice que, sin Jesucristo, ningún hombre podía llegar a las fuentes de la gracia. Dios mismo se hace hombre para llevarnos a ellas. Nacen de Él y es Él mismo quien nos conduce a ellas.

En la primera lectura se nos habla de un río que nace del lado del Templo. Hay una imagen de la sangre y el agua que brotarán del costado de Cristo en la cruz. Dichas aguas tienen una peculiar característica y es que vuelven dulces las aguas saladas. Es decir, tienen la capacidad de devolver la vida donde sólo hay muerte. A partir de Jesucristo esas aguas fluyen por toda la historia a través de los sacramentos. Pero, a través de ellos, Jesús también nos hace participar de su misión sanadora. Así, por el bautismo, somos llamados a conducir a otros hacia Jesús, fuente de la salvación.

Si toda amistad verdadera se caracteriza porque ayuda a los amigos a mirar más lejos y ser mejores, la amistad cristiana conduce a una mayor intimidad con el Señor. Es la posibilidad de liberarse de las diferentes parálisis para vivir en la santidad. A veces, algunos reduce en la amistad a una alianza entre incapacitados para conformarse con su situación. En el orden de la gracia resulta una perversión. La salvación plena del paralítico del evangelio queda señalada con las palabras del Señor: “echa a andar”. Porque se trata de eso, de avanzar en la vida de la amistad con Dios, alejándonos del pecado. El mismo Jesús advierte que volver a pecar, cuando se ha experimentado la gracia, puede ser causa de males peores.