En el Evangelio encontramos varias definiciones que Jesús da de sí mismo. Hoy leemos una de ellas: “Yo soy la luz del mundo”.

En algunas culturas y tradiciones filosóficas encontramos el lenguaje de la iluminación. Recuero la película “Phenomenon”, en la que una persona es un día alcanzada por una especie de rayo místico y desarrolla unas potencialidades que desconocía. Igualmente algunas sectas de corte gnóstico hablan de los iluminados, nombre que también encontramos vinculado a grupos secretos.

Pero Jesús no habla en se sentido. Él no es un personaje humano que ha alcanzado una comprensión especial y más profunda de la realidad humana, sino que es Dios encarnado. Y como tal se presenta como la luz del mundo. Es Él quien ilumina a los hombres y los conduce para que no caminen en tinieblas. La luz es una imagen de Cristo, que se opone a la oscuridad del mundo.

Al igual que la luz nos permite darnos cuenta de las cosas que hay a nuestro alrededor, y que sin ella pasarían desapercibidas, Jesucristo nos hace descubrir la verdad de nuestra vida. Rechazar a Jesucristo es rechazar esa luz y, por tanto, permanecer en las tinieblas.

Hay un cuento de Wells, el materialista, titulado “El país de los ciegos”. Narra la historia de un hombre que llega a una región extraña y aislada en la que nadie tiene ojos. El piensa que allí será el rey porque puede ver, pero pronto empieza a descubrir lo contrario. Los habitantes de aquella región lo han organizado todo para vivir en la oscuridad y el único que no se adapta es el que ve. Trabajan de noche y duermen de día; en las casas no se ve nada y él tropieza continuamente… Es así que, finalmente, deciden arrancarle los ojos, porque no aceptan que pueda existir algo así como la vista, la luz o los colores.

Jesucristo nos abre a nuevos aspectos de la vida por cuanto nos hace presente la alta dignidad a la que estamos llamados. A través suyo, como dice el Evangelio de hoy, nos es dado conocer al Padre y aceptar que, por la gracia, somos hijos. Separarse de Cristo o minimizarlo supone alejarse de esa paternidad divina, no conocerla.

El evangelio nos describe la terrible decisión de aquellos que deciden prescindir de la luz acabando con Cristo. Dejar que Jesús nos ilumine es estar abiertos a que, continuamente, nos descubra la verdad de nuestra vida y nos muestre el camino de la santidad, en dependencia del Padre, que podemos seguir.