¿Quién es este que viene, convocado a la muerte? Iniciamos la semana más importante de la liturgia cristiana, una semana que se alargará en los ocho jornadas del día de Pascua. En este tiempo viviremos todo el misterio del Señor. Viéndole a él, siguiendo sus pasos en la lejanía, como hicieron sus apóstoles, se nos espabilará el oído. Con él veremos cómo pone su espalda a los que le apalean, a quienes mesan sus barbas, le ultrajan y ensalivan.
Mirad qué bonito, al comienzo encontramos de nuevo al borriquillo de Belén. Sin saber muy bien ni cómo ni por qué, allá está; allá estamos con él. Quizá tampoco entendamos nada, pero allá estamos viendo el espectáculo.
Pues asombra que Lucas hable del espectáculo de la muerte en cruz. La muchedumbre, habiéndolo visto, volvía dándose golpes de pecho. Nosotros también esta semana contemplaremos el espectáculo. Hubiera podido ser macabro, porque es bestial lo que vemos, pero, sin embargo, está bañado de gracia y misericordia.

Comprenderemos cómo ahí se nos da la redención del pecado y de la muerte. Ahí contemplamos el espectáculo de la muerte de nuestro pecado y del camino para la vida; en el varón de dolores, en el cordero pascual ofrecido por nosotros. Apenas si nos atreveremos a mirar. Nos quedaremos lejos nosotros también. ¿Cómo es posible? ¿Cómo veremos por el oído que ese espectáculo no es una mera representación teatral llena de espíritu que nos conmueve en lo profundo, esperando que en algún momento el director dirá: corten, y todo volverá a su normalidad?
Contemplamos la realidad de lo que es.

¿Y qué es lo que se nos da como espectáculo? El asombroso himno de Filipenses, dicen que uno de los textos más antiguos de todo el NT, nos habla de Cristo Jesús en términos increíbles. Siendo de condición divina, le vemos en la convulsión de la angustia rezando el salmo 21, Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado. Burlas. Meneos de cabeza. Mastines. Malhechores. Le taladran las manos y los pies, hasta que cuente sus huesos. Reparto de ropa, echando a suerte su túnica. Expuesto a todos en su desnudez muriente. Bah, ¿no eras el Mesías?, pues sálvate a ti mismo. Mas oímos también, aunque parece que muy lejanas, las palabras dirigidas al buen ladrón que muere crucificado con él: Hoy estarás conmigo en el paraíso. Sólo el centurión, capitán de la partida que le crucifica, afirma: Realmente este hombre era justo.

A pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Palabras asombrosas que nos vienen de la cercanía cronológica de la muerte de Jesús; no invenciones tardías, pasados muchos decenios, de lenguas que se ha echado a pacer con mitología. Contemplamos el espectáculo que se nos dona, y, no lo olvidemos, lo meditamos de modo especial con el oído. Nos quedan las palabras, los sentimientos, los colores, los gritos sofocados. El borboteo de la sangre. Se despojó de su rango haciéndose como uno de tantos. Y se rebajó hasta la muerte, añadiendo aquí al viejo himno: una muerte de cruz. No, no engañemos, la cruz y quien muere en ella es el espectáculo al que se refiere Lucas. Luego, pero más luego, cuando lleguemos al centro mismo de estos días, la noche pascual, el espectáculo resplandecerá con nueva luz. Mas no nos engañemos, si no nos hacemos como el borriquillo y no contemplamos en su sangrienta brutalidad salvadora al c