La liturgia del Viernes Santo es impresionante en su escueta desnudez. Celebramos la pasión del Señor. Es el momento en que todo se hace verdad. La realidad aparece en toda la amplitud. Es ahora cuando el Señor nos muestra que su ternura y su misericordia son eternas, le decimos a Dios Padre en la oración colecta, pues Jesucristo, tu Hijo, en favor nuestro instituyó por medio de su sangre el misterio pascual. Todo lo demás es silencio. El silencio del siervo de Dios del que habla Isaías. Nuestro castigo saludable cayó sobre él; sus cicatrices nos curaron. Hoy escuchamos el grito de su oración. Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Palabras llenas de un hondo misterio que sólo puede serlo de gracia y de perdón.

En el silencio resuena la pasión, impresionante, tal como nos la cuenta Juan. Completo diálogo, apenas si el narrador interviene. Se cumple la Escritura. ¿Por qué ese ansia continuada de señalarnos que en la vida y la pasión del Señor se da cumplimiento a la Escritura? De igual modo resuenan las palabras de Jesús. Mujer, ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora todo discípulo la recibe en su casa. ¿Dónde si no podría ir María cuando su Hijo ha muerto? Tengo sed, anuncia a todos los que están allá junto a él. De nuevo, para que se cumpliera la Escritura. Es como un espectáculo que estuviera reglado desde antes. Al Padre no le coge de sorpresa. ¿Cómo, pues lo soportó?, ¿qué buscaba con nosotros? ¿No encontró otro procedimiento que dejarlo en nuestras manos, sabiendo lo que esto significaba? Guardó silencio para que se cumpliera la Escritura. Y ese silencio era no de impotencia ni de condena, tampoco de abatimiento, sino de redención, de gracia y de misericordia. El Hijo que se encarnó en la carne de María, sin dejar de ser el Hijo de Dios, iba derecho a la condena de los poderosos. Empujado por tantos. Empujado también por nosotros que ahora celebramos la liturgia de su impresionante silencio. Está cumplido. Pero, Dios mío, ¿qué?, ¿qué está cumplido? E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.

¿No ves lo que está cumplido? Tu salvación, nuestra salvación, la de todos. Vencido el pecado y la muerte, se nos abren de par en par las puertas del cielo. Pero esta apertura se nos da en la cruz. Colgante muerto el cuerpo de Jesús. Viendo que ya había muerto, uno de los soldados le traspasó el costado con la lanza, y al punto salió sangre y agua. Salvaje tocamiento de la lanza que nos hace patente el don que en ese cuerpo muerto se nos hace. La Eucaristía y el Bautismo. Ahí, en el costado traspasado y muerto del pecho de Jesús, nace la Iglesia. En un tocar de su carne muerta nacemos a la vida. Para resucitar con él, según su Padre tenía previsto desde antiguo. Recogieron su cuerpo, lo vendaron y lo enterraron. En ese costado ahora muerto se nos van a abrir las puertas del cielo.

¿Nos olvidaremos alguna vez que esta muerte se ha dado por nosotros? Si lo hacemos, todo estaría perdido para nosotros. Contemplemos en el silencio al traspasado, porque ahí, en él, se juega todo lo que vamos a ser. Porque mirándolo a él, ahí clavado y muerto, contemplamos nuestra redención por la gracia y la mis