Los ojos se anublan al oír estas palabras del pregón con el que se inicia la vigilia pascual: ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor! Cierto que al punto cantamos la dicha de esta noche, porque sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos. Mas es una sorpresa casi indescriptible que desde siempre en esta liturgia la Iglesia se atreva a contemplar nuestro pecado como refulgente, pues, por él, Cristo resucitó de entre los muertos. Cierto que de manera negativa, es decir, viendo cómo quien ahora en mitad de esta noche silente y luminosa resucita nos redime del pecado, abriéndonos las puertas del cielo. Contemplamos esta noche aguas abajo lo que aconteció con nosotros: un acontecer de salvación. De redención por quien, muerto en la cruz, ahora se levanta por la fuerza del que nunca dejó de tenerle en sus manos. Mas en este levantarse de Cristo, nosotros estamos ahora arrecogidos por él y con él. También a nosotros se nos abren las puertas de cielo. Nada de ello hubiera sido posible con nuestra terrible inmersión en el pecado, alejados del Padre, como el hijo pródigo, con voluntad decidida por nuestra parte, aunque engañada. Cristo Jesús en su muerte en la cruz nos abre a nuestra verdadera realidad. Y esta comienza ahora, esta noche, en la obscuridad silente. En ella, pues, resplandece nuestro Salvador resucitado. Bendito sea. Se encienden todas las luces. Tocan las campanas. Desde ahora somos otros, acogidos por la gracia y la misericordia. Hombres y mujeres nuevos. En esperanza nos adentramos en el cielo, lugar de la Trinidad Santísima que a partir de hoy recibe en su seno de eternidad la temporalidad carnal del Hijo. En el mientras tanto, muerto en la cruz, el tocamiento bestial de la lanzada abrió en su cuerpo exánime las fuentes de la Eucaristía y del Bautismo. La Iglesia nació entonces, la misma que ahora ve abiertas para sí las puertas del cielo eterno. Para sí, y por su medio, para todos. Porque ella es mediadora de esa gracia que el Padre nos dona. Así pues, cantaremos a voz en cuello: felix culpa!
Porque en este espectáculo maravilloso eso es lo único que nosotros hemos aportado. Todo lo demás es gracia. Mas, siéndolo, mirándolo desde aguas abajo, ha sido una culpa feliz la nuestra. Una maravillosa provocación al Padre. Le temblaban las rodillas encaramado en la azotea de la casa, esperando la vuelta del hijo pequeño. Felix culpa! Que provoca su carrera hacia el hijo que vuelve. Necesita comer. Necesita ser él mismo otra vez. Necesita tener un ámbito de gracia y salvación. ¡Oh, culpa feliz! Quien procediendo de la eternidad de los cielos vino a nosotros, se hizo con nuestros pecados, los cuales cayeron sobre él para triturarle en la cruz hasta la muerte, pero ahí en esa caída, cuando parecía que el Engañador había ganado la partida al humano para siempre, en la silente negrura de la noche se enciende la luz: Cristo se levanta de entre los muertos llegándose hasta donde estos descansan y, trayéndolos a la eternidad del cielo, nos abre sus puertas también a nosotros. La gracia del Resucitado que nos salva esta para siempre con nosotros. ¡Culpa feliz la nuestra!