El mismo Jesús al que vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituído Señor y Mesías. Convertíos y bautizaos en el agua que salió de su costado tras el tocamiento bestial de la lanzada, se os perdonarán los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Todo se nos ha de dar en-esperanza como nuevo ser. Será el propio Espíritu quien en entera libertad nuestra gritará desde los entresijos mismos de nuestra alma: Abba (Padre). La promesa, tan de lejos anunciada, se ha cumplido.
En-esperanza somos habitantes del cielo. Porque la misericordia del Señor llena la tierra. Todo es gracia. Sola gracia, incluso la que toca nuestra real libertad.
Se nos cubren los ojos de lágrimas de gratitud viendo a María Magdalena llorar junto al sepulcro, tras las carreras de Pedro y el otro discípulo, quienes entraron, vieron y creyeron. Ella quedó allá restante, junto al sepulcro. Llorando. Uno de los ángeles le dice: María, ¿por qué lloras? Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Asistimos perplejos, porque, es verdad, tantas son las gentes que se quieren llevar a nuestro Señor para traspapelarlo lejos. Mujer, ¿a quién buscas? Insensata cuestión, ¿serás capaz?, ¿el único en no saberlo? ¡María! Basta una palabra. No había reconocido el cuerpo, la figura, quizá por las lágrimas, puede que por no ser todavía, hasta el reconocimiento, en-esperanza, un nuevo ser. Tiene que pronunciar su nombre. No una abstracción seca, sino una palabra, su nombre: María. En ese momento su ser nuevo toma completa realidad. ¡Rabboni! Todo está asumido. Es él. Antes me dejaba tocar en la orla de mi vestido. Falta camino por recorrer. Todavía no he subido al Padre. Suéltame. Vayamos ahora, tú y yo, a nuestros hermanos, como María, y digámosles esta palabra. Subo al Padre mío y Padre vuestro, Dios mío y Dios vuestro. Porque, ahora ya, se hace pleno en nosotros el nuevo ser. Suéltame porque yo soy otro que tú. No me quieras poseer, hacer de mí apéndice tuyo, convertirme en tu idolillo. Sí, me tocarás, es verdad, pero con tocamiento sacramental. Mi carne ahora es sacramento de tu nuevo ser. Soy tu alimento. Y cuando suba al Padre, te enviaré mi Espíritu. Todavía falta camino por recorrer. Se nos da ya en-esperanza nuestro ser nuevo; pero este tiene aún que convertirse en ser pleno.
Muriendo, destruyó nuestra muerte, y resucitando, restauró la vida. Glorifiquemos a Dios Padre —notad que ahora se hace claro cómo Dios es Padre suyo y también Padre nuestro, no es una invocación a la ligera, sino un vivir hasta los tuétanos la realidad del amor—, porque Cristo nuestra Pascua ha sido inmolado. Él es el verdadero Cordero que quita el pecado del mundo. También la muerte, pues nos regala la vida eterna. Porque ahora ya, en-esperanza, estamos en el cielo. Mejor, comenzamos ese proceso de un tiempo hasta que llegue la Ascensión y luego Pentecostés. Tenemos que acostumbrarnos a tocar a Jesús según el nuevo modo en el que él habita ahora entre nosotros. No ha de ser cosa fácil. Pero todo nos será posible, pues vivimos en-esperanza, adentrados ya en la vida eterna que se nos ha de regalar en el cielo. Todo es gracia. Inmolado, ya no vuelve a morir. Sacrificado, vive para siempre. Cordero pascual. Pasmoso sacrificio en el que nos vemos implicados si estamos junto a la cruz de Jesús cuando recibe la lanzada, saliendo de su costado sangre y agua.