Podría pensarse que los evangelistas pasaran como sobre ascuas sobre la figura del Resucitado. Si la resurrección es mero dato mitológico, del que hay que quitar toda la envoltura mítica, como tantos pensaron y piensan, porque cosa mucho más pasable ante todos, los relatos evangélicos no están por la labor: sandez para los unos, locura para los otros. En ellos, Jesús insiste una y otra vez sobre la realidad de su carne resucitada. Vieron y creyeron. (Sólo en este largo día de la octava de Pascua: le abrazaron los pies, Mt 28,9; suéltame [no me detengas traduce Manuel Iglesias], Ju 20,17; quédate con nosotros, Lu 24,29; se acerca, toma el pan y se lo da, Ju 21,13; trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente, Lu 20,27). También ahora, que continuamos el episodio de los discípulos de Emaús.
Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Pues no, mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona [Manuel Iglesia traduce: «‘Yo soy’, en persona»]. Palpadme y ved. Un espíritu no tiene carne ni huesos como podéis ver que yo tengo. Y les mostró sus manos y sus pies. Seguían tan atónitos, por eso les pide algo para comer. Tomó el trozo de pescado y lo comió delante de ellos.
Se diría que los evangelistas tienen miedo de que olvidemos lo decisivo: que necesitamos el tocamiento sacramental; tocamiento de carne a carne. No nos basta, ni a Jesús ni a nosotros, como ya acontecía antes de subir a la cruz, con tener relaciones gaseosas, cocacolísticas, y llenas de almibaradas sobrenaturalidades, como acontece en tantas películas que nos ofrece a cada momento la gente guapa para confundirnos y que nos entre la certidumbre de que todo esto es sólo mitologías. Claro, tal sería lo simbólico, lo mítico, por eso se nos ofrece como centralidad de lo que seamos. No, acá hay tocamiento de cuerpo a cuerpo, de alma a alma, de carne a carne. Necesitamos tocar a Cristo con un tocamiento que se allega hasta la cruz y, luego, porque todo es gracia, hasta su cuerpo resucitado. Somos personas de carne, no ángeles. Jesús es persona de carne, no ángel. Necesita tocarnos para hacer en nosotros ese nuevo ser que nos regala, del mismo modo que Dios necesitó tocarnos con sus manos para moldearnos a su imagen y semejanza. La suya es palabra sacramental, es decir, verbo de tocamiento. Lo nuestro es sacramentalidad de la carne; sacramentalidad de la materia. No somos cátaros. No somos jansenistas. No nos asusta el ser tocados y tocar. La nuestra es una razón afectuosa y carnal. Se nos ha dado nuestro nuevo ser, que busca su plenitud. Somos seres deseantes. Buscamos tocar a Dios, porque él nos ha tocado primero: en el moldeamiento de nuestra carne; ahora: en el moldeamiento sacramental. En-esperanza somos ya habitantes del cielo. La nuestra es vita beata. Somos acariciados por su gracia. Somos alimentados por su carne. Seguimos sus pasos, aunque nos acerquen a la cruz. Si no, ¿cómo podríamos tocarle?, ¿cómo podríamos meter nuestra mano en la herida del costado, fruto del bestial tocamiento de la lanza? Habitantes del cielo, en-esperanza. Porque vivimos ya la realidad de esa esperanza. Porque todo es gracia, vivimos en-esperanza. Porque ya todo es gracia hacemos como él hizo con nosotros, de este modo, nuestra vida es también sacramental. Pura entrega al prójimo, a su carne menesterosa.