Dios nos ha amado de una manera extrema. Su amor es la medida, la única, para nuestra manera de actuar tanto individual como comunitaria. Dios, que podía haber recurrido a muchos otros caminos, eligió enviar a su Único Hijo. Es decir, nos dio lo mejor de sí mismo: se dio a sí mismo. Esa es la medida.

También la primera lectura de hoy nos ilustra sobre este hecho. Un día que los de Antioquia oraban y ayunaban, que es la manera para no confundir nuestros planes con los de Dios, el Espíritu Santo les dijo: “Apartadme a Bernabé y Saulo para la misión a la que los he llamado”. Juan Pablo II comentó este episodio en la Encíclica Redemptoris Missio, decicada al mandato misionero de la Iglesia. Se fijaba el Santo Padre en que enviaron a los mejores. Podían haber caído en la tentación, una falsa prudencia, de quedarse ellos con esos dos grandes apóstoles, y de enviar a otros. Al fin y al cabo podían encontrar muchas excusas para ello. Pero Dios les pidió a los más capacitados y aquella comunidad respondió generosamente: “Volvieron a ayunar y a orar, les impusieron las manos y los despidieron”.

La Iglesia, que es consciente de que todo le viene dado, por ese flujo constante de gracia que no se interrumpe entre el cielo y la tierra, no quiere ser mezquina ni cicatera. Pasa como con la siembra. Si quieres que la próxima cosecha sea buena debes reservar las mejores semillas para la siembra. Si das las peores la cosecha será inferior a la anterior y así continuamente. Eso es aplicable a la misión de la Iglesia y también a nuestra vida espiritual. Aplicado en este sentido me comentaba un laico: “Está claro que la mejor opción es siempre la más radical”.

Esta manera de actuar es consecuencia también de lo que Jesús enseña en el Evangelio de hoy: “El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí ve al que me ha enviado”. Fijémonos que Jesús pronuncia estas palabras gritando. Lo dice gritando para que nos demos cuenta de que se trata de algo muy importante, en lo que tiene mucho interés. La posibilidad de que nosotros perdamos de vista la dimensión trascendente, sobrenatural, de la propia vida y de la vida de la Iglesia, es continua. Entonces aparece el cálculo que al final se transforma en tacañería apostólica, en generosidad medida. Todo lo contrario a la medida de Dios.

Pidámosle a María, la humilde esclava del Señor, que se consagró entera al Señor y vivió siempre para su Hijo, que nos enseñe a darnos del todo, a ofrecer lo mejor de nosotros para la vida de la Iglesia y para que la palabra de Dios se siga propagando por el mundo.