En el contexto de la pasión, Jesús da un mandamiento nuevo a sus apóstoles: “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado”. Este mandamiento, que está en conexión con el cielo nuevo y la tierra nueva de que nos habla hoy el Apocalipsis, suscita un interrogante: ¿Cómo puedo yo amar con el mismo amor de Jesucristo?, ¿Es eso verdaderamente posible? A finales del siglo XIX se quejaba el padre Ramière de que eran muchos los cristianos que entendían la filiación divina no como una realidad, sino como un lenguaje puramente metafórico o ficticio. Si no somos verdaderamente hijos de Dios no podemos amar como el Hijo, pero si lo somos, entonces sí. En el misterio de nuestra redención hay dos aspectos íntimamente unidos pero diferentes. Por un lado Jesús, con su pasión y muerte, pagó la deuda de nuestros pecados y nos liberó de la muerte. Pero, por su resurrección nos hizo hijos por adopción. Ser hijo significa participar de la filiación divina y, por tanto, recibir la gracia para hacer las obras de Cristo. Dios no sólo nos ha amado con un amor extremo, sino que, además, nos ha dado la capacidad para que nosotros amemos con su mismo amor. Aún más, esa es la señal por la que seremos reconocidos como cristianos.

Si se piensa un poco en el alcance de esta afirmación nos damos cuenta de que no se trata de hacer obras sociales, sino de ejercer la caridad: amar como Jesús. Esa es la fuerza del cristiano. Por eso dice san Juan de la Cruz que “en el atardecer de la vida seremos examinados sobre el amor”. Dios es Amor y vivir su vida significa amar. Sin la caridad no somos nada.

Ese amor de Dios es creador. Hizo todas las cosas de la nada pero también el Cordero que está en el trono dice: “Ahora hago un mundo nuevo”. Este mundo nuevo es superior al mundo que nosotros habitamos. Todas las maravillas que ahora nos son dadas para disfrutar y contemplar son imagen imperfecta de lo que el amor de Dios nos depara. Es bueno pensar en estas cosas porque si no corremos el peligro de que la vanidad de este mundo, la concupiscencia de los ojos, nos ate a los bienes terrenos cuando Dios quiere darnos cosas mucho mayores.

Al mismo tiempo, en la primera lectura, se nos exhorta a perseverar en la fe. Pablo y Bernabé alientan a los primeros cristianos, y a nosotros, al tiempo que nos advierten de que “hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios”. En esa lectura se expone un modo de ayudarnos mutuamente a perseverar en las dificultades. Consiste en compartir con los demás los dones del Señor. Así lo canta el salmo: “Explicando tus hazañas a los hombres, la gloria y majestad de tu reinado”, y así lo hacen los primeros discípulos del Señor: “les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe”. Al conocer los bienes que Dios obra en otros nos sentimos animados a perseverar en nuestra vida cristiana. Dios quiere que compartamos nuestras experiencias espirituales, mucho más confortantes que el simple intercambio de bienes materiales