Se nos va nuestro Jesús, ¿por qué?, ¿a dónde? ¿Nos quedaremos, pues, sin ti? Pero ¿qué haremos si tú te nos vas? ¿Cómo podremos resistir tan solos? ¿No decíamos que, aunque en esperanza, ya estábamos en el cielo?, ¿un cielo sin ti? No es fácil de entender. Menos aún cuando nos anuncias que ahí está nuestra propia cruz, esperándonos. ¿Eso ha de ser el cielo? Qué desilusión, ¿no? ¿Tanta cosa para al final quedar en la pura soledad, sin ti, Señor Jesús?

Pero Jesús nos cosuela: me voy, es verdad, pero os conviene que yo me vaya. He de irme para que venga a vosotros el Paráclito; si me voy os lo enviaré. Y él hará morada en vosotros. Cuando venga sobre vosotros hará ver lo que es el mundo —san Juan utiliza con frecuencia esta palabra, mundo, como el lugar de las fuerzas del mal— probando su pecado, dejando clara dónde está su justicia y proclamando una condena. El mundo se hace lugar de las fuerzas del mal porque no cree en Jesús. La justicia está en que él vuelva al Padre. Una condena, porque quien es el Príncipe de este mundo está ya condenado. ¿Nada hay que hacer, pues?, ¿será que, finalmente, fue el Príncipe de este mundo quien, en la cruz, ganó la partida, por mucho que cacarearan unas coplosas mujeres y sus amigos a los que Jesús llamaba apóstoles y discípulos? Bueno, ¿y qué?, resucitó y luego escapó de este mundo con el rabo entre las piernas, dejándolo machacado definitivamente bajo el dominio de quien ya engañó a nuestros primeros padres con astucia suprema. Somos carne de engaño. Es verdad que luego se pusieron a predicar acá y allá al resucitado, pero sólo les valió para que la enemiga de los jefes y del populacho cayeran sobre ellos y dieran con sus huesos en la cárcel. Bien les está, pues se atrevieron a hablar de esas tontadas cuando se lo habíamos prohibido.

Parece que los textos los leemos bajo una situación que es la nuestra de hoy. ¿No hemos quedados solos?, ¿para qué insistir, ¿no es mejor que nos retiremos a las sacristías y allá vivamos nuestras penúltimas esperanzas pensando que estamos en el cielo?

Necesitamos de manera imperiosa al Espíritu. Sin él, todo nos quedará cerrado, peor, encerrado entre grilletes, viviendo en la pura desesperanza de haber consentido a una ilusión. Bueno, ¡y qué!, él resucitó y subió a su Padre. Pues suerte que tuvo. Pero nos dejó acá, en medio de un mundo hostil por demás, cada vez más rencoroso, sin posibilidad ninguna como no sea la de protegernos en nuestras sacristías-catacumbas.

Pero no, no es así, nunca es así, porque los grilletes se nos caen, las puertas de la mazmorras se abren. Quedamos en libertad. Pues el Espíritu que él nos envía de parte del Padre toma posesión de nosotros, haciendo de nuestra carne su templo. Somos ahora seres del Espíritu. Carne espiritual. También, en esperanza, carne resucitada. Levantémonos y salgamos de la cárcel a predicar la salvación de Cristo. A gritar a todos que en él se nos ofrece la gracia y la misericordia. Que en él estamos salvamos. Que con él, en esperanza, vivimos en otro lugar, sin haber dejado todavía este, pues vivimos ya en el cielo, participando en la liturgia celestial de la que nos ha de hablar el Apocalipsis. Es verdad que nos apalean y persiguen, que quieren hacernos desaparecer del mundo, pero no lo conseguirán, porque en él gritamos desaforados: Abba (Padre).