Curiosos los apóstoles, quienes, de preguntar al Señor si es ahora, por fin, cuando va a restaurar su poder y sabiduría, en la que ellos participarán, pasan a quedarse embobados mirando al cielo. Han transcurridos ya tantos días en que han visto al Resucitado, han hablado con él, comido de su mano, les ha partido el pan para donárselo, y todavía, como nosotros, apenas si entienden algo. No comprendemos cómo se va de junto a nosotros. ¿Qué haremos sin él? ¿Cómo le seguiremos si se nos va de la vista hacia lo alto, hacia un cielo en el que nosotros sólo podemos vivirlo en-esperanza? Y, sin embargo, es necesario que él se vaya al lugar de donde procede, lugar de Dios su Padre. Vuelve victorioso, cargado con la cruz, con las huellas del sufrimiento, puesto que, sufriendo, aprendió a obedecer. Siempre obediente a la voluntad de su Padre. Ahora ya, él está en lo alto del cielo, sentado a la derecha del Padre, y se ha llevado consigo para siempre su carne de encarnación. Puesto que ella no fue un episodio interesante de su vida, sino la asunción de su realidad definitiva. Luego su Madre, y más tarde nosotros, por su gracia y misericordia, salvados por su poder y no por nuestros méritos, tendremos lugar en ese ámbito de Dios. No, no son fantasmas, mirad todavía sus agujeros en las manos y su herida en el costado, todavía manan sangre; sangre de eucaristía que nos viene del cielo. Si el Resucitado no hubiera ascendido a lo alto, quedándose entre nosotros como jugando al escondite, faltaría la prueba definitiva de quién es y de cuál es su lugar. No podría en su completud enviarnos las gracias de redención que nos vienen de lo alto, y que nos ha ganado en la cruz, pues sin ella todo es un mero espejismo. Del mismo modo, sin la subida al cielo junto al seno del Padre, todavía no se ha completado su venida en carne como la nuestra, en todo como la nuestra menos en el pecado. Porque no ha venido para, sin más, quedarse acá, sino para ascender al cielo con el signo de su victoria, la cruz, para que los habitantes del cielo contemplen su triunfo; para presentarse con sus arras ante el Padre y sentarse en su trono, a la derecha.
Descendió para, luego, poder ascender. Pero no era un juego bonito y vano, pues en el medio se dio el espectáculo de la cruz. Sin él no hay encarnación, la suya, que es para nosotros. Curioso el camino de Jesús, el Verbo encarnado, tan frágil, tan poco exitoso al fin. Senda de sufrimiento. Pero, para nosotros, itinerario de salvación. Si el Resucitado hubiera quedado entre nosotros como jefe de fila, no nos podría marcar la potencia de esa ruta que nos invita a seguir. Camino que lleva también al Padre. Camino que sube al cielo. Camino que, en-esperanza, nos hace vivir ya en el cielo.
¿Con qué fuerza caminaremos por esa senda? ¿Cómo podremos predicar también nosotros la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén? ¿Cómo nuestra vida, tan frágil, tan pequeñuzca, tantas veces pringada por el pecado, por el olvido de Jesús, podrá ser testimonio? Se va, asciende a los cielos, sí, pero nos asegura que nos enviará lo que su Padre ha prometido. Su propio Espíritu que hará morada en nosotros, gritando en nuestro interior: Abba (Padre).