Vamos a ver cómo cayó Pablo en las manos de la autoridad competente, es decir, el tribuno romano, porque ni los sumos sacerdotes ni el Consejo en pleno pueden contra él, pues es ciudadano romano y si apela al emperador, como vamos a ver de qué manera tan inteligente lo hará, sólo el tribunal imperial romano puede juzgarle.

Pablo, listo como es, conoce muy bien a sus gentes cuando grita en pleno juicio ante las autoridades judías: soy fariseos e hijo de fariseo, y me juzgan porque espero la resurrección de los muertos. Los fariseos, piadosos, del puro pueblo, obedientes a la ley de Moisés que leen con primor de entendimiento y aplicación exacta a todos los avatares de su vida concreta, creían en la resurrección; pero los saduceos, clase alta, gente guapa —que, junto a otras corrientes judías, desaparecerán del mapa tras la destrucción de Jerusalén el año 70, dejando el campo de la judeidad en manos de los solos fariseos—, aferrados exclusivamente a las viejas letras y contrarios a toda novedad, no. Y, claro está, se produce un fantástico follón, quedando dividida la asamblea de sus juzgadores. Incluso, entonces, algunos letrados del partido de los fariseos gritan que no hallan en Pablo ningún delito.

Con esto se provoca lo que Pablo esperaba, la entrada del comandante de los soldados romanos que se teme lo peor ante tanta algarabía, no sea que hagan pedazos a Pablo. Y se lo llevaron al cuartel. Allá, por la noche, se le apareció el Señor. Has dado testimonio en favor mío en Jerusalén, ahora tienes que darlo en Roma. Ved que no se refiere sólo a que haya predicado la cruz y la resurrección de Jesús en Jerusalén, ni que haya sido el primero en hacerlo, como tampoco lo va a ser en Roma, sino que ha dado testimonio a las autoridades en el sitio mismo en que ellas ejercen su potestad. Por eso, su trabajo en Jerusalén está cumplido. Ahora falta sólo cumplirlo igualmente ante la autoridad romana en el lugar en donde ella ejerce su potestad. Así, el anuncio se habrá cumplido: id a todo el mundo y predicad la buena noticia.
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti. Tales son las palabras de Pablo en esta ocasión definitiva. Y nosotros también las hacemos nuestras.

Jesús prosigue también con su despedida. Rogando por sus apóstoles, que están ahí, junto a él, tras la santa cena, pero también rogando por los que hemos creído en él por su palabra. Es, de este modo, una cadena asombrosa de ruegos, que pasa de unos a otros, formando todos una cadena de unidad. Porque somos Iglesia. Comunidad de oración. Comunión de unidad en uno solo, en Cristo Jesús. Porque somos uno en él y por él, en cuanto somos uno en él y con él, el mundo creerá que el Padre le ha enviado. Y que él nos transmite la gloria que recibió de su Padre, para que seamos uno.
Maravilla la importancia de este ser uno en él y por él. ¿Cómo podía ser de otro modo, cuando predicamos una salvación que no es nuestra, sino suya, que sólo la aportamos nosotros si lo hacemos en él y con él? El Padre nos confió a Cristo para que estemos con él donde él está, y contemplemos su gloria. Sabremos que, aunque el mundo no le haya conocido, él si ha conocido al Padre, y nosotros hemos conocido que el Padre le envió.