En la vigilia de Corpus asistí a la profesión solemne de una monja clarisa. En un momento de la ceremonia se presentó ante el altar precedida por sus compañeras postulantes novicias y profesas temporales. Cada una de ellas llevaba una lámpara y, la que iba a profesar, un cirio de mayor tamaño que colocó en un candelabro.

Al leer el evangelio de hoy he recordado ese momento:  “no se enciende una lámpara para meterla debajo de un celemín”.  Aquella hermana, que había recibido la llamada del Señor y respondido a ella, coloca su lámpara a la vista de toda la Iglesia mediante la profesión solemne de sus tres votos de pobreza, castidad y obediencia. Lo hace además prometiendo permanecer en clausura, pero no es una contradicción. Porque oculta ella al mundo, tras los muros del convento, une su luz a la de las otras monjas,  y se convierten en un faro en medio de la ciudad.

Leyendo el Evangelio vemos cómo Dios quiere manifestarse en las cualidades de cada uno de nosotros. Si la belleza de la creación lleva la huella de Dios mucho más cada persona y cada bautizado. Y una de las maneras en que se manifieste esa bondad del Señor es mediante nuestras buenas obras. La primera de ellas es la fidelidad a la propia vocación: a la bautismal y a la específica de cada uno.

Un matrimonio feliz, al igual que una religiosa que cumple con alegría sus votos o un sacerdote que se entrega a su ministerio son esa sal que da gusto a las cosas y esa lámpara encendida. A veces se discute sobre el sentido de ésta o aquella vocación, descuidando que todas revelan su hermosura en la fidelidad. Hace poco lo recordó, a los pies de la Virgen de Fátima, el Papa Benedicto XVI. Nuestros tiempos, quizás más que otras épocas, exigen esa fidelidad. En ella se muestra la hermosura que Dios ha dado a cada uno de nosotros y el carácter de signo que tenemos para los demás.

Cuando descubrimos en otros la entrega, el espíritu de sacrificio, la vida de oración, la generosidad… nos iluminan. Por una parte hacen mejor la vida de todos los hombres, pero por otra nos ayudan también a comprendernos mejor a nosotros mismos y a plantearnos con más seriedad el sentido de nuestra vida. Así, los unos nos ayudamos a los otros para dar gloria a Dios.

A veces pienso que es la propia infidelidad la que nos lleva a mirar mal a los demás. Entonces rechazamos esa luz que se nos ofrece y que nunca es una amenaza sino una invitación a irradiar también nosotros los dones que Dios ha depositado en nuestras almas.

Yo mismo, viendo profesar a aquella clarisa no me sentí llamado a la vida religiosa sino que comprendí que debía vivir con mayor intensidad mi sacerdocio. Supongo que los laicos que asistieron a la ceremonia comprendieron cosas semejantes respecto a su vida familiar y profesional. Por eso, después, en el encuentro con las hermanas, y a pesar de estar ellas tras una reja, había aquella comunicación de alegría entre todos. Lo que habíamos vivido nos había traído más felicidad a todos porque se reflejaba la gloria de Dios, que es misericordia para con nosotros.