Zac 12,10-11.13,1; Sal 63; Gál 3,26-29; Lu 9, 18-24

En Jesucristo, y como hermanos suyos, somos de la dinastía de David y habitantes de la Jerusalén que baja del cielo. Pero lo somos porque, llorosos, le miramos a él, a quien traspasaron. El luto aquel día será grande en Jerusalén; pero tras el luto vendrá la alegría. Por eso mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío, rezamos con el salmo. ¿Qué nos ha pasado para que esto se nos haga posible? Que también nosotros, con Pedro, siempre con Pedro, le reconocemos como el Mesías de Dios. Mas este reconocimiento debe pasar por la visión de la cruz, de la nuestra, es decir, debemos renunciar a nuestra vida por su causa, no aferrarnos a ella, queriendo salvarla por encima de todo, pues sólo quien pone su vida en sus manos, habrá de salvarse. ¿Quieres seguirme? Y nosotros, con gran aturdimiento, le decimos: sí, quiero seguirte. La condición es dura: Jesús nos pide que nos neguemos a nosotros mismos y carguemos con nuestra propia cruz.

Nuestro seguimiento, pues, ¿se corresponderá con un pequeño acto de masoquismo? Como si debiéramos decirnos: ya, ya sé, para seguirle iré al ebanista y me fabricaré una preciosa cruz de madera como la suya, y ya está. Eso vale para las procesiones de Semana Santa, cuando son signo que apuntan a la cruz del Señor, poniéndonos en su contexto, aunque sea por unos pocos momentos. No, no es eso, claro. Mas nuestra vida, la vida de cada uno de nosotros, la de todos los días, está lleno de pequeñas y grandes cosas que nos producen gran sufrimiento; quisiéramos abandonarlas, no nos parece justo que caigan sobre nosotros, por lo que correremos a vaciarnos de ellas, incluso si, para ello, debemos abandonar el amor con el que el Señor nos envuelve. ¡Porque nosotros no nos merecemos ese sufrimiento injusto! Por eso, vamos por la vida, que decimos vida de seguimiento de Jesús, evitando todos los charcos, todos los esfuerzos, todas las pérdidas de nuestra comodidad. Sirva de muestra un ejemplo: nos parece una cruz perder el tiempo, porque él es muy nuestro, casi nuestra única posesión segura. Y nadie se merece que pierda el tiempo por él. No quiero regalar mi tiempo a nadie. Miraré muy mucho lo que doy, siempre con tino y medida, para que a mí no me falte. Sin acordarnos que Jesús regaló su tiempo y su vida. Todo lo dio por nosotros. Arrastrado a la cruz por nuestros pecados, ¡no sólo por los pecados de los demás, sino también por los míos!

Incorporados a Cristo por el bautismo, de manera que estamos revestidos de él. Hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Cada uno donde se encuentre, cada uno con su marca y procedencia, pues todos en Cristo de igual manera, descendientes de Abrahán y herederos de la promesa. Pero de ahí se destila que la cruz de Cristo es nuestra cruz. Para contemplarla. Para aceptarla cuando venga a nosotros. Para no rehuirla, sino quererla con pasión como la voluntad de Dios para con nosotros. Para no escurrirnos de su amor. Porque es la aceptación de nuestra cruz, la que sea la nuestra, la pequeñez, la soledad, el sufrimiento propio o de los seres queridos, el ofrecer una caricia al moribundo, el poner la vida entera en manos de los hermanos, el darlo todo como amor, quizá cosas muy pequeñas, lo que nos incorpora al amor de Cristo.