2Re 17,5-8.12-15a.18; Sal 59; Mt 7,1-5

Interpretación de la historia, en la primera lectura y en el salmo, y comportamiento del cada día, en el evangelio. Porque el pueblo israelita está de continuo ensayando el cómo desentrañar los acontecimientos históricos que han sido los suyos. No basta con saber lo que pasa, sino que es necesario saber por qué pasa. ¿Por qué los colosales fracasos? ¿Por qué el exilio? ¿Por qué la inmensa pequeñez a la que queda reducido en mitad de sus enemigos que le vencen, destruyendo su autonomía y su poder? ¿Dónde quedan los viejos tiempos en los que el Señor estaba con ellos, los sostenía y les conducía a la victoria sobre sus enemigos, aquellos en los que, aun siendo un pueblo menor, por la fuerza del brazo de su Señor, alcanzó la tierra prometida? ¿Qué ha pasado, mejor, qué está pasando con su historia de gracia y misericordia? ¿Por qué, Señor, por qué?

Y el continuo rumiar de sus historiadores encuentra la razón esencial de esos tremendos fracasos del pueblo que le llevan casi a la extinción. Eso sucedió —nótese la referencia al pasado, al que buscamos interpretar— porque, sirviendo a otros dioses, los israelitas habían pecado contra el Señor su Dios. Ahí está, pues, la clave de su descomunal fracaso: sirvieron a otros dioses. Se olvidaron del poder de su Dios, de su mano excelsa que les había librado del faraón y de sus aguas; el que había hecho con ellos infinitos prodigios. Mas ¿cómo llegaron a servir a otros dioses? Acomodándose a las costumbres de las naciones que el Señor había expulsado ante ellos. La victoria fue de nuestro Dios, sí, pero luego el pueblo se ablandó ante las costumbres y maneras de esas naciones, y se hizo como ellas. Vinieron los profetas gritándoles de parte del Señor que se apartaran de esos caminos del mal, guardando sus mandatos y preceptos, siguiendo la Ley que dio a sus padres. Pero las nuevas generaciones no hicieron ni caso a la voz del Señor. Rechazaron sus mandatos y el pacto que había hecho con sus padres. Por eso, la irritación del Señor fue grande y los arrojó de su presencia.

Esta es la interpretación de la historia que les lleva a gritar con el salmo: estabas airado, Señor, pero restáuranos. Nos has rechazado y abandonado de tu mano poderosa, pero, por favor, auxílianos. De ahí que, en esta confianza puedan soñar: ¡con Dios volveremos a hacer proezas!

El evangelio nos lleva a otro terreno, el de cada uno de nosotros, el de nuestras interioridades. No sólo las del pueblo, del que formamos parte, es verdad, sino las de cada uno de nosotros. Lo que tú hagas eso es lo que el Señor hará contigo. Lo que tú juzgues, eso es lo que caerá sobre tu cabeza. Insensato, ves la pequeñez de lo malo en tu hermano, lo que te lleva a su condena explosiva, y no eres capaz de ver la negrura inmensa de tu propio corazón, llena de hipocresía y de maldad. Y Jesús nos lo dice de esa manera tan asombrosamente sencilla y perspicaz que siempre encuentra para decirnos su mensaje. Haciendo así, abandonas al Señor que te llenó de su gracia y misericordia cuando te incorporó a su pueblo, que es la Iglesia, que te salvó subiendo a la cruz por ti, y luego tú, como pago de esa clemencia, eres inclemente con tu hermano. Lo escudriñas para condenarle. No usas de tu misericordia con él. Interpreta, pues, quién eres.