2Re 22,13.23,1-3; Sal 118; Mt 7,15-20

El pueblo entero suscribió la Alianza. El libro de la Ley se había perdido en la bruma del tiempo. Todos comprendieron que el Señor estaba enfurecido con ellos. Nuestros padres no obedecieron los mandatos de este libro cumpliendo lo prescrito en él. Leído el libro ante el pueblo, el pueblo entero sella la Alianza, comprometiéndose a seguirlo y cumplir sus preceptos, normas y mandatos, con todo el corazón y con toda el alma. Y luego el pueblo entero al unísono canta el salmo. Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes. Guíame por la senda de tus mandatos. Inclina mi corazón a tus preceptos. Dame vida con tu justicia.

Mas, así como cuando ayer oímos hablar del ‘resto’, lo sentimos como cosa muy nuestra —nosotros mismos somos ese resto—, las maneras que leyendo el mismo libro encontramos hoy nos dejan perplejos. ¿Qué?, ¿acaso somos creyentes de un libro? Nuestro libro, ¿es símbolo o signo? ¿Símbolo en el que nos encontramos lo que deben ser los haceres de nuestra vida?, ¿en el que se escriben para nosotros hasta sus más pequeños pormenores? ¿Símbolo, pues lo importante es nuestro hacer en cada momento del discurrir de nuestro tiempo, y este quehacer se nos ofrece hasta en lo menudo? ¿Símbolo, porque mirando al libro y sus contenidos, vemos la fuerza de lo que somos, encontramos en él expresados incluso nuestros más íntimos sentimientos?, ¿porque mirando al libro se puede adivinar quiénes somos y qué habremos de hacer? O, por el contrario, ¿signo de una persona que en él se nos dona? Por decirlo de manera empeñada y un tanto chusca, signo eucarístico que en lugar de pan y de vino en los que se nos dona como alimento la misma fuerza de Dios, su cuerpo y su sangre, se nos dan a comer páginas escritas para que crezcamos como carne del Señor. Para que su Espíritu haga de nosotros su morada y grite desaforadamente allá en lo profundo de nuestro corazón: Abba, Padre. Lo decisivo así, por tanto, es la misma carnalidad que se nos dona como comida, alimento de pan y de vino de la celebración eucarística, alimento de letras y frases que se nos ofrecen en un libro y que tienen como sentido al mismo Espíritu de Dios.

En aquel libro se nos ofrece la referencia exacta de nuestro hacer. En este, cuya primera parte es idéntica a aquel, se nos dona una persona, porque escrito con el pan y el vino de la celebración, con letras y frases de encarnación. Ahora, así, es la misma persona de Cristo la que se nos ofrece en ese libro. Pan y vino, letras y frases cuya substancia es la misma carne del Señor Jesús.

Cuidado, nos advierte Jesús, que vienen falsos profetas vestidos con piel de oveja, pero que por dentro son lobos rapaces. ¿Cómo lo sabremos? Por sus frutos. Porque sus frutos no serán de encarnación, sino de seca letra, de cumplimiento de normas. Y la letra mata. Nos mostrarán el libro, es verdad, pero lo comprenderán —para lo que seguramente deberán amputar el sentido del cumplimiento que en él se nos ofrece— de modo rastrero. Se quedarán en los meros acatamientos. Lo comprenderán de modo que todo quede cerrado en una simbólica del hacer, no en la significación de un ser transformado por el Espíritu; porque el cumplimiento del libro no vendrá dado en una Persona, sino en la rigidez de una letra que simboliza la sequedad de nuestra vida.