Is 49,1-6; Sal 138; Hech 13,22-26; Lu 1,57-66.80

Son hermosas las palabras del prefacio propio. Fue escogido entre todos los profetas para mostrarnos al Cordero que quita el pecado del mundo, y desde que bautizó en el Jordán al autor del bautismo, el agua viva tiene poder de salvación para todos. El Señor lo ha escogido —y en nuestra extrema y frágil pequeñez nos ha escogido— para señalar a Jesús. Llama la atención que si alguien no nos señala a Cristo, pasaremos seguramente a su lado sin darnos cuenta. Su dedo y su voz nos señalan a nuestro Salvador. Ha sido puesto ahí por Dios mismo para hacernos visible ese tocamiento del alma. Señala mientras nos dice: este es el Cordero. Nuestra vista se dirige a este, y ya no podemos apartarla más de él.

Desde el vientre materno el Señor lo llamó para esta función. En él se cumplió la promesa que marcaba el señalamiento de los nuevos y definitivos tiempos. Él, como señala Pablo, predicó a todo el pueblo un bautismo de conversión. Pero no era él quien debía ser mirado, sino quien él señalaba. Por eso, tampoco es a nosotros a quienes deben mirar cuando predicamos a Cristo. ¡Qué desilusión, tantas veces, para quien lo haga así! Con absoluta claridad, nuestro dedo, nuestro gesto, nuestra palabra, nuestra vida, debe señalar con claridad al Cordero que quita, con su vida, con su muerte en la cruz, con su resurrección, los pecados del mundo. Llama la atención que tan pronto Juan el Bautista hablara del Cordero. Como señalando ya desde el comienzo su destino, el final de su vida subiendo a la cruz. Cordero que será culpado de nuestros pecados. Que partirá con ellos, abatido, recogiéndolos todos sobre sus espaldas por nosotros. Porque nosotros lo hacemos rostro de pecado.

He aquí el Cordero de Dios. Se bautizó en el Jordán. Desde entonces ese líquido cristalino es agua viva. Agua teñida de rojo de sangre, porque dando su vida por nosotros, como continúa el prefacio, nos ofreció el supremo testimonio del nombre de Cristo. El último de los profetas, Juan, vio el destino de quien estaba ahí, puesto en la fila de los que pedían el bautismo de conversión. Él era el Cordero. En él se cumplía lo que tantos profetas antes de él había anunciado. Y no retuvo para sí la gloria de su profecía, sino que señaló al esperado.

Porque la salvación debe alcanzar a todas las naciones. Por eso es necesaria la existencia de quien tiene el oficio, apenas si algo tangible, el gesto de indicar con el dedo, de proferir unas pocas palabras, pero que muestran el camino de salvación. Apenas nadie, pero sin Juan hubiera faltado el que nos señalara en quién se daba el cumplimiento. Apenas nada. Unas palabras que dan nombre a quien, tras ser esperado, ha venido: este es el Cordero que quita el pecado del mundo.

Un gesto, unas palabras, que deben repetirse una y otra vez, para que todos vayamos comprendiendo dónde y de qué manera se nos ofrece la salvación de Dios. En una Persona. No en una ideología ni en una noble manera de nuestros haceres —lo que lleva siempre a la terrible moralina del cumplimiento—, sino en una Persona. El hijo de María, la parienta de Isabel. Tan discreto como importante, quien terminará con su cabeza ofrecida a la infamia en una bandeja de plata, porque, como tantas veces, quien tiene el poder es un malvado calzonazos.