Hech 12,1-11; Sal 33; 2Tim 4,6-8.17-18; Mt 16,13-19
Contempladlo y quedaréis radiantes. Porque, respondiendo a la pregunta de Jesús, sabremos que es el Mesías. Él nos llama y nosotros le seguimos. Date prisa, levántate. Nos libra a nosotros también de las cadenas; se nos caerán de las manos. Ponte el cinturón y las sandalias. Obedeceremos, como Pedro, y nos dirá: échate el manto y sígueme. Pedro le siguió en una libertad que era alentada y dirigida por su Señor. No se trataba de virtualidad, sino de realidad. Atravesaremos las puertas de la guardia que nos encerraba. Se nos abrirá el portón que da a la calle, abriéndose solo. Saldremos y, al final de la calle, se marchará el ángel que hasta entonces nos guiaba. Nuestro camino, ahora, es el camino de nuestra libertad. Libertad evangelizadora. Libertad de anuncio: es el Mesías de Dios. Libertad de correr el mundo, como Pablo, para anunciar a quien contemplamos. Como Pedro y Pablo, nuestro rostro quedará radiante. Irradiará nuestra fe en quien creemos. Nuestra libertad, así, se habrá convertido en camino de libertad. Saldremos hasta el final de la calle, para ahora, nosotros solos, anunciar al Señor: es el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
Como a Pedro, nos dirá nuestro Señor quién nos ha revelado lo que proclamamos. No es cosa nuestra; cosa de nuestra carne y de nuestra sangre, sino cosa de Dios, de su Padre, que está en el cielo. Pero, ahora ya, eso que es revelación suya, en los caminos de nuestra libertad, se ha de convertir en predicación radiante. Pedro es la roca, la piedra en que él edificará su Iglesia. También nosotros lo somos. Pues la Iglesia se edifica en quienes, con Pedro y como Pedro, predican con su palabra y con su vida la conversión de los pecados, comenzando por los nuestros. Predicación de libertad. Porque su ángel nos llama y nos libra de nuestras cadenas, mientras nos señala las puertas abiertas y la calle libre, somos libres de elegir nuestra vida, en seguimiento del Señor. No es una libertad de la que nosotros tengamos las llaves. No, nosotros, como Pedro, estábamos en prisión, encadenados, sin palabra, sin acción. En la obscuridad de la mazmorra. Pero ahora sí, se nos han abierto las puertas de nuestra libertad.
Asombra Pablo con su libertad de palabra, siempre lo hace. He combatido bien mi combate, he recorrido hasta la meta, he mantenido la fe. No tiene miedo de decirlo. Lo sabe muy bien: aquello que ha hecho ha sido con la fuerza de su Señor que le llamó. Una fuerza que le hizo seguir su camino en completa libertad. Por encima de tantas dificultades que cayeron sobre él. Por encima de su muerte, a la que ahora se acerca. El Señor, justo juez, me premiará. ¿A él sólo? No, a todos, también a ti y a mi. Si henos seguido, con la fuerza del Señor, nuestros caminos de libertad. Si hemos mantenido la fe. Pablo no tiene miedo. El Señor seguirá librándome de todo mal. El Señor nos salvará y nos llevará al cielo. Porque nuestros caminos de libertad nos llevan al cielo. Son caminos de plenitud.
Curioso lenguaje el de Pedro y Pablo. Sorprende sobremanera la libertad de su seguimiento. Contemplaron al Señor para quedar radiantes. De esta manera, con la fuerza de su Señor, todo les era posible, pues era el mismo Padre quien les había revelado a su Hijo. Y lo vivieron con infinita fuerza de libertad. No se achantaron. El Señor estaba siempre con ellos.