Amós 8,4-6.9-12; Sal 118; Mt 9,9-13

¿Cómo podemos escuchar esas palabras? ¿Qué?, ¿se refieren a otros que no soy yo, o es a mí , a nosotros, a quienes interpelan? ¿Es verdad que nosotros somos santos de peana, que el profeta no puede echar sus gritos, de parte de Dios, más que a otros, a ellos, esos que siempre son los sin piedad? ¿Es verdad que tú y yo, nosotros, no buscamos sino hacer desaparecer a los humildes del país? Te dirás, nos diremos, pero ¿quiénes? ¿A quién se refiere el Señor por boca del profeta? ¿Quiénes son los pobres y los humildes entre nosotros?, ¿quién es ese resto que se da al Señor, y sólo a él? ¿No es a él a quien despreciamos, vejamos, olvidamos? Los pobres del Señor. ¿Será posible que no sepamos quienes son?, ¿qué nos olvidemos de ellos, aplastándoles? Pues cuidado, nos anuncia el profeta, porque el Señor hará que el sol se retire de nosotros, que la tierra obscurezca en mitad del día. Mas, y aquí está el mensaje de salvación, añade el profeta, vendrán enseguida el hambre y la sed sobre nosotros, pero no de pan y de agua, sino de escuchar la palabra del Señor. ¡Qué habilidad maravillosa del profeta, de parte de Dios, para aprovechar hasta de nuestros terribles desconocimientos y salvaje comportamiento para ponernos a la escucha esperanzada de la Palabra!

Así, en ese viraje sorprendente de nuestra vida y de la forma de comprenderla, llevados ahora por caminos de libertad, con el salmo, buscaremos al Señor de todo corazón, camináremos por sus caminos, que se han convertido en los nuestros, porque él nos sostiene con su mano de ternura. Chupando polvo, mas seguimos la dulce ley de amor que es la del Señor. Con su apoyo, pues él ha empezado su obra en nosotros, podemos escoger el camino de verdad, convirtiéndolo en nuestro camino de libertad. Ahora ya, escuchando su palabra, viendo sus acciones, contemplando el drama de lo que acontece, desearemos sus preceptos, porque el deseo de Dios está en el centro de nuestro corazón  de nuestra vida. Ah, pero tú, Señor, deberás vivificarme con  la enseñanza de tus caminos, por la justicia de tu misericordia. De este modo, y sólo de él, tus caminos serán nuestros caminos. De este modo, pues, caminaré, caminaremos, por caminos de libertad.

Mas ¿cómo lo haremos, cuando estamos dedicados a nuestras cosas, a nuestros negocios, cuando tenemos los pensamientos absorbidos por nuestros intereses?, ¿qué digo los pensamientos, cuando nuestra vida está anegada en el crecer de nuestros dineros, en la preocupación por el mañana, en la fragilidad pecaminosa en la que nos desenvolvemos? ¿Cómo saldremos de ahí, de este suelo pegajoso que sostiene y cautiva a nuestros pies y a todo lo que somos? ¿Cómo alcanzar caminos de libertad?

El evangelio de hoy nos lo enseña como un rayo luminoso en mitad de la noche obscura. Jesús tiene para nosotros, para ti y para mí, una sola palabra: sígueme. Y, seguramente, haremos como Mateo, aplastador del pobre, quien se levantó y lo siguió. ¿De verdad que lo haremos? Nos quedaremos estupefactos: ¿cómo, yo? Pero, Señor, ¿sabes quién soy?, ¿conoces de verdad mis honduras?, ¿no te equivocas conmigo? Y el Señor insiste: sígueme. Una sola palabra suya provoca el camino de mi libertad. Por encima de lo que creía ser; incluso, si queréis, por encima de lo que soy. Porque esa palabra actúa en mí, me recrea por dentro, me lleva a sus caminos, haciéndolos míos. Soy, así, un actor más del drama de Dios con nosotros.