Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá. Santos: Cirilo, obispo y mártir; Beltrán, Ponciano, Focio, Fraterno, Bricio, obispos; Juliana, virgen y mártir; Anatolia, Audaz, Victoria, Andrés, Probo, Elgar, Eusanio, Everilda, Zenón, Faustina, Floriana, Patermuto, Copretes, Alejandro, mártires; Teófanes, confesor; Verónica de Julianis, virgen; Joaquín Ho, catequista laico mártir de China; mártires franciscanos de Shanxi: Gregorio Grassi y Francisco Fogolla, obispos; Elías Facchini y Teodorico Balat, sacerdotes; Andrés Bauer, hermano religioso.

Por méritos propios se hacía Úrsula digna de apelativos como mimada, traviesa y juguetona; esta niña pizpireta es el terror de la vecindad con su genio explosivo y vehemente; de hecho, dicen que alguna vez hizo gala de sus modos empujando con eficacia a sus hermanas que ponían reparos para entrar en las Letanías en la iglesia del pueblo; y que llegó a herir a su primo en el muslo en la lección de esgrima metiéndolo en la cama e impidiendo que se acercara en la feria a las barracas; como cuando dio patadas a la costura de las hermanas que hablaban de ensueños fantasiosos entre encajes y puntillas haciendo bajar por las escaleras los cestillos, agujas, hilos, bolillos y carretes de la labor; vamos que era un diablillo, o por lo menos, estaba vestida con la mismísima piel del diablo.

Fue la menor de siete hermanas; hija de Francesco, superintendente en Plasencia de la Real Hacienda, huérfana de madre desde muy pequeña y formada por sus hermanas. Lo hicieron bastante bien en el terreno de la piedad y por su natural sincero parece que Úrsula se lo tomó muy en serio; con su espontaneidad característica, en las frecuentes fiestas que se daban en casa, recogía en un gran cartucho una cosa de cada fuente y bandeja de dulces para que también participaran los pobres. Con auténtica sencillez habla o reza a la imagen de la Virgen con el Niño que tienen en la casa hasta llegar a protestarles, dejándose llevar de su vehemencia, porque ellos no le responden; un buen día que la condescendencia divina hace que Ella extienda las manos dándole al Niño, solo se le ocurre preguntar en su candidez: «¿por qué no me contestabais?».

Ingresó en las capuchinas, en la Umbría, cuando tenía diecisiete años. Úrsula se llama ahora Verónica, como aquella que adecentó el rostro de Jesús. Es Maestra de novicias y comienza, como cuando era niña, a llamar la atención por sus visiones y revelaciones. Dentro de su retiro contemplativo, su vida nos introduce en el inexplicable, desconocido y elevadísimo mundo de las relaciones del Creador con la criatura fusionados en el amor. Aprende docilidad, experimenta amor a la cruz, recibe efusiones divinas que simultanean los mayores sufrimientos con la mayor de las felicidades posibles. En su existencia se da eso que hace las delicias de los estudiosos de la mística que examinan el hecho de la unión transformante.

Monseñor Lucas Antonio Eustaqui, el obispo de Cittá di Castello, con toda energía, hace lo que puede ante los rumores, noticias, confusión, detracciones y revuelos que se dan en el convento y sus alrededores. Irán tres médicos, tres obispos, el provisor, sacerdotes y el P. Crivelli experto en estas cuestiones. El obispo quiere rigidez y exactitud ante el hecho de los estigmas que se dice tiene Verónica en las manos y pies rasgados y, además, el costado abierto. Vienen ahora las investigaciones pertinentes con exámenes, análisis, pruebas y demostraciones de virtud. La que fue niña rebelde, de ánimo pronto y genio espontáneo, ahora se muestra dócil y se presta sin protesta a las maniobras de quienes tienen encomendada una misión; se deja usar y tratar; se ha hecho flexible y manejable. Las heridas vuelven a renovarse después de haberlas curado. No hay explicación. Se le impone una especie de severísimo castigo como prueba: es tratada como embustera y comedianta y recluida en su celda, sin misa ni comunión; pero los fenómenos persisten y ella se mantiene serena, confiada y alegre dando ejemplo de total obediencia y humildad. Pareció mejor aceptar que Ella buscó un lugar para amar y Él encontró un sitio para redimir.

Luego la eligen abadesa, cosa propia para aquellas que quieren saber más de entrega fiel. Su persona es tranquila y afable transmisora de paz a pesar de los milagros que corren para mayor perplejidad del obispo del lugar. Y no todo son asuntos celestiales que rezuman sabores de otro mundo; se conservan escritas sus recetas caseras de emplastos y cataplasmas para curar los males de las monjas enfermas. Y a sus hermanas de sangre que ahora son clarisas y le piden un regalo –algo que puedan conservar como reliquia, más que como recuerdo– les hará con muy buen humor una muñeca con hábito de capuchina.

¡Claro que no les advirtió del futuro poder curativo que la muñeca llevaba consigo! Probablemente, ni siquiera ella conocía esa virtud.