Ecle 1,2.2,21-23; Sal 89; Col 3,1-5.9-11; Lu 12,13-21

Antes, el catolicismo era un cumplimiento. Debía quedar claro: lo que hiciéramos sólo podía ser lo permitido; lo tolerado por la Iglesia. Esto llevaba a convertirlo todo en reglas que debían cumplirse con escrúpulo riguroso. Todo parecía haber quedado reducido a meros comportamientos, buenos, a realizar, y malos, a evitar, es decir, todo no era sino mera moral, mejor, una casuística sin cabeza. En realidad, puras mediaciones de una reducción del todo a la moralina. Ahora acontece todo lo contrario. Nada importa. Todo se puede hacer. El único límite es lo que nos permiten las leyes, pero estas nos lo facultan todo, y todo nuestro catolicismo parece haber quedado reducido a una conversación interior que uno, si le apetece, mantiene con el mismo Dios. Ahora parece no haber ninguna mediación. Piénsese lo que se quiera, hemos perdido nuestra carnalidad.

Qué bien nos viene la lectura del sabio Qohelet: vanidad de vanidades, todo esto es vanidad. Ya no somos escrupulosos, pero hemos quedado encerrados en trabajos y preocupaciones que nos fatigan hasta reventarnos, haciéndose con todo lo que somos. Hemos caído en sus redes. Creíamos que todo nos estaba permitido y vemos cómo, en realidad, sólo nos está permitido eso que la autoridad competente nos autoriza. Creíamos ser libres para siempre y estamos enredados en lo que se nos habilita en las trampas que captan nuestra vida entera. La carne, la carnalidad, se nos ha evaporado. Amasamos riquezas, las cuales, para colmo, en un plisplás se nos volatilizan de las manos en la crisis tan profunda a la que hemos sido arrastrados. Nos creíamos ricos, y ya no lo somos. Nos han atrancado las orejas para que no atendamos al consejo del sabio: vanidad de vanidades, todo eso vanidad.

Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios. Y ¿qué ha pasado con aquel dios con el que tan placenteramente hablábamos cuando nos apetecía, cuando estábamos melancólicos o alegres, cuando teníamos contrariedades? Pura construcción nuestra. Pura vanidad. ¿Ricos ante Dios? ¿Tendremos que despertar de nuestro sueño de vanidades? Porque el dios que nos formamos para conversar con él es un ídolo. Más aún, es el ídolo que nos permiten los dominantes. Vivimos rodeados de infinitos simulacros que hemos construido con las manos de nuestra vida, pero este es el más seguro, el que nos permite ser lo que quieren los que dominan nuestro ser. Mera vanidad. Vanidad de vanidades, pura vanidad.

San Pablo nos sacude: revestíos de la nueva condición. Dad muerte en vosotros a todo lo terreno. No sigáis engañándonos unos a otros. Despertad del sueño de la muerte en el que os habéis dejado encerrar. ¿No habéis resucitado con Cristo?, pues bien, buscadle a él en donde él está. Recuperad vuestra libertad. Sed de verdad vosotros mismos. Despojaos de la vieja condición, aquella en la que todo estaba permitido, en la que todo valía con el aupar de las conversaciones interiores mantenidas de vez en cuando con nuestro pequeño dios. Reencontraos con la comunidad de los creyentes; vivid vuestra vida en la Iglesia. Porque vuestra conversación con Dios sólo se da a través de vuestra carne, de nuestra carnalidad. La carnalidad de los sacramentos, la carnalidad de aquellos a los que queremos, la carnalidad del prójimo, de los que necesitan de nosotros, de aquellos cuyas súplicas entran en nuestros oídos. Nuestra propia carnalidad. Vivamos en este orden nuevo, revestidos de la nueva condición.

Nuestra vida ahora está en Cristo escondida en Dios.