Jer 31,31-34; Sal 50; Mt 16,13-23

Palabras reconfortantes las del profeta Jeremías. Todos me reconocerán; tú y yo también. Cuando perdone sus crímenes, y los nuestros, pues ¿qué?, ¿acontecería que los pecados sólo serán de ellos, cosa bien rara, pero no nuestros? También nuestros pecados nos son perdonados. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Nosotros, la Iglesia de Cristo, somos su pueblo. Una alianza nueva con el pequeño resto. Muchos se han desinteresado de este pueblo, de esta Iglesia, de Dios y de Jesús; están bautizados, sí, por lo que también ellos son cristianos y pertenecen a la Iglesia, pero se diría que entre nosotros, al menos en estos nuestros viejos países, prendados de su dinero, aunque ahora esté en grave crisis, sólo atiende al Señor un pequeño resto. Mas no, no es así, porque eso es considerar que las cosas dependen de nosotros, y tal cosa no es cierta, aunque sí pendan de nosotros. Porque es él quien ha elegido su pequeño resto para que su ley esté escrita en nuestros corazones. El mío, el tuyo y el de ellos. Porque el Señor no los ha abandonado, cuenta con nosotros para que despleguemos en estas tierras una nueva evangelización. Por eso, con el salmo, pedimos a Dios, el Dios de Jesucristo, que cree en nosotros un corazón puro. En ti y en mí. ¿Cómo será posible, pues lo tenemos tan roñoso, tan cansado, tan obscuro? Le pedimos que nos devuelva la alegría de su salvación, que nos afiance con espíritu generoso; será de esta manera como nosotros enseñaremos a los demás los caminos del Señor. Mas ¿qué es lo que nosotros ponemos en las manos del Señor? Un corazón quebrantado y humillado, con la esperanza cierta de que esto él no lo desprecia, de que así nacerá entre nosotros y con nosotros la nueva evangelización que ahora queda en nuestras manos.

¿Cómo será todo esto posible?, ¿cuáles las armas que deberemos utilizar? El evangelio de Mateo nos lo señala hoy con asombrosa nitidez. Deberemos afirmar con Pedro: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Porque es este el testimonio clave de arco de toda evangelización, antigua o nueva. Todo lo demás pueden ser preámbulos con mayor o menor interés. Y bien sabemos que esos preámbulos en diálogo con la filosofía y el pensamiento de hoy, además de con las maneras y costumbres de nuestra sociedad, son esenciales, incluso para entender la afirmación que con Pedro nosotros hacemos; para aprehender la profundidad carnal de lo que decimos. Sabemos bien de la sacramentalidad de la carne, tan esencial. De acuerdo, pero quien elige quedarse en los preámbulos, no llega al quicio esencial de la afirmación que constituye la Iglesia: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Quien opta por quedarse sólo en los aledaños, tan esenciales, sin adentrarse en la afirmación nuclear, no toca a Jesús. Se queda fuera de él, como si no se hubiera escrito esa ley del amor en su corazón. Porque ella lo es de amor; de afectividad amorosa; de amor húmedo y caliente. Sólo el amor toca a Dios, y nos hace ser tocados por él. Porque Dios es amor.

Esa afirmación es roca. En ella se construye su Iglesia. Cuidado, aunque es tan obvio que parece vano tener que afirmarlo, no nuestra Iglesia, sino la suya. No podemos engañarnos, este misterio es cosa de Dios, en el que nosotros podemos adentrarnos por la elección de su gracia. No es cosa nuestra, sino de la cruz de Cristo.