Hoy me veo en la obligación, el deber y el gusto de dedicar este comentario a alguien. Ese alguien es D. Laurentino, sacerdote, y que ayer entregó su alma a Dios. Fue mi primer párroco siendo sacerdote (mi segundo y último párroco también falleció), que sufrió con paciencia mis meteduras de pata, me enseñó un montón de cosas de cómo ser sacerdote y pude contar con su amistad y su oración todos los días de su vida. hacía años que no le veía, pero a comienzos de julio le llamé y quedamos a comer. Me habían dicho que estaba muy viejito y siempre iba con bastón. Apareció sin bastón (no querría parecer viejecito delante mía), con una sonrisa en su cara y pudimos darnos las gracias el uno al otro por haber compartido unos años. Me había guardado un recuerdo de la Misa que había celebrado por sus cincuenta años de sacerdocio. No me había llamado por no molestar. Nos dimos un abrazo y quedamos en vernos pasado el verano, pero ayer no se levantó para la Misa y su hermana lo encontró muerto en la cama. Sin ruido como vivió se marchó a la casa del Padre, pero dejando mucho bien a su paso. Los años le habían hecho cada día más espiritual. Sufrió mucho con y por la Iglesia y después de los locos años postconciliares iba llegando a la conclusión de que sólo Dios basta y se unía a Él en la Eucaristía de cada día. Sólo puedo dar gracias a Dios por haberle puesto en mi camino, asistir hoy a su entierro y ofrecer muchas Misas por su eterno descanso en Dios, que ganado se lo tiene.

“El reino de los cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña.” Muchas veces meditando esta lectura nos fijamos en los que el Señor llamó a última hora. Sin embargo hoy me quiero fijar en los que llamó desde el principio. Es cierto que en ocasiones nos cansamos y somos un poco protestones, y Dios nos comprende. Pero lo importante no es cuándo te llama el Señor, lo importante es llegar al final de la jornada trabajando en la viña. Podremos aguantar el peso del día y el bochorno, pero también podemos ver el fruto de nuestro trabajo. Es cierto que no regamos ni plantamos, ni tan siquiera la viña es nuestra, que en ocasiones otros se podrán apropiar de nuestro trabajo,…. pero al acabar el día tenemos que estar en la viña. Que no tengamos que escuchar del Señor esas palabras: “¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos!”, sino perder la vida por los demás.

A Laurentino le hicieron sufrir mucho algunos sacerdotes. De esos que dando charlas se les llena la boca de palabras grandiosas como “Comunidad”, “Fraternidad”, “Presbiterio Diocesano”…, pero que luego en el día a día le hicieron sufrir, le denigraron, difamaron y le hicieron caer en una depresión bastante grande (aún me acuerdo como lloraba diciendo que ya era viejo y no valía para nada), de la que salió por su grandeza de ánimo. Sin embargo jamás le escuché hablar mal de esos sacerdotes, pasó página y continuó, dejando la parroquia y haciendo lo que mejor sabía hacer: hablar de Dios y hablar con Dios. ¡Cuántos sacerdotes anónimos pasan así su vida! Gracias por ellos Dios mío. Ojalá el buen Dios nos conceda a cada uno ser fieles hasta el final y podamos entonar el salmo 22 antes de cerrar los ojos para siempre a este mundo: Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término.

Que Dios Padre perdone y comprenda sus debilidades y nuestra Madre, Madre de los sacerdotes, haya presentado su vida -y de los que son fieles hasta el final-, ante su Hijo.